Finis Terrae: la última aventura

Llegó hace tres meses. Vino por su propio pie, la casa le quedó grande y los vecinos de siempre se le fueron muriendo. Por la mañana salía a pasear por la plaza, pero no conocía a nadie, todas las caras le resultaban extrañas. Además, las personas pasaban por ella sin verla. Era una sombra deambulando por calles y parques que ya no conseguía reconocer.

– Llegué a pensar que, así como mis vecinos, yo también estaba muerta, me comentó el día que llegó, mientras tomábamos un café.

Muchos días, antes de que el sol surgiese en el horizonte, la invadía la tentación de permanecer con los ojos cerrados, extendida en la cama, relajada, con los brazos estirados a lo largo del cuerpo, las manos descansando con las palmas hacia arriba y la respiración acompasada, en un estado de meditación. ¿me verán?, ¿los veré? ¿escucharé los sonidos de la vida? ¿me escucharán? Nadie, ni ella, respondía esas preguntas. Por eso, esa mañana había decidido no despertar. Pero despertó.

–  Nada más despertar, abrí los ojos para ver si había comenzado el día. Un tímido rayo de luz entró por la ventana y se acercó a mi cama, escuché a lo lejos el graznar de los gansos a camino del lago y, más cerca, la voz de la vecina canturreando mientras preparaba el café. Sí, cuando abría los ojos, percibía el aroma del café recién hecho.  ¿Por qué ellos, entonces, no me veían?  

Según me dijo, vivía en una isla de soledad rodeada de gente extraña por todos los lados. Por eso, una mañana especialmente gris se decidió. Agarró una maleta, metió unas cuantas ropas en ella, procuró entre sus papeles la dirección que le interesaba, subió a su auto y se fue, sin que nadie la echase de menos.

Condujo despacio, recreándose en el paisaje, observando las personas que cruzaban los pasos de peatones, parando en los semáforos antes de que se quedasen rojos. Escuchó algunas bocinas nerviosas, pero no se importó, que la llamasen como les diese la gana, la música le impedía oír cualquier imprecación. Cuando salió de la ciudad, respiró profundamente. El aire entró en sus pulmones revigorizándola. Dentro de sí, sintió la voz de las montañas. Una pareja de gavilanes volaba en círculos por encima de su automóvil, acompañándola. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan plena y libre como en aquel momento. Por unos instantes, acarició la posibilidad de olvidar sus planes, abandonar la mujer congruente y responsable que siempre había sido y continuar viaje hasta el fin del mundo o hasta el más allá… Sonrió ante su devaneo.

– ¡Mira que lo hago!, se retó a sí misma. ¿Habrá mejor forma de morir? 

Entró en el hall y observó el entorno, después se dirigió a la recepción. Dos señoras en ropa de deporte que conversaban sobre una tal clase de pilates, al verla llegar levantaron la vista.

– Eres nueva por aquí, ¿verdad?

– Claro que lo es, si no lo fuese ya la habríamos visto antes.

Eufórica al percibir que la habían visto, les dijo que sí, que acababa de llegar. Después, bajó la voz y, en un susurro, les aseguró que estaba pensando en la posibilidad de pasar allí una temporada. Ellas la miraron y aplaudieron. Yo desde lejos, sonreí.  Parecían muy animadas cuando fueron a buscar al director, al recepcionista o a cualquier persona que pudiese hacer su ficha de registro. La hice yo.

A pesar de tener un temperamento melancólico y de estar acostumbrada a vivir en soledad, no rechazaba la compañía de los otros huéspedes, por el contrario, la disfrutaba. Hace unos días, al preguntarle si le agradaba nuestra residencia, me aseguró que, de momento, su única queja estaba relacionada con los horarios de las comidas, pues no conseguía acostumbrarse a ellos y, como siempre llegaba atrasada, nunca encontraba un buen lugar. Comenzó a llegar antes cuando conoció al Sr. Manuel de la habitación 305.

Los primeros días pasaba por él sin percibirlo, preocupada únicamente en encontrar un lugar libre para sentarse a almorzar, después algo en él llamó su atención. Nunca vi nada igual, me comentó con cierto asombro.

 – ¿Sabes que come la sopa del cocido con un tenedor? Nunca antes había visto a nadie comer así la sopa.

El Sr. Manuel enganchaba los fideos con extrema delicadeza y los sorbía uno a uno con indisimulado placer. Lo vio al pasar por la amplia ventana que comunica el restaurante con el jardín y una fuerza la impelió a entrar. Llegó a la altura de su mesa, justo cuando él, tras colocar el caldo en un tazón, lo llevaba hasta los labios y lo bebía con cierta fruición. Ella permaneció inmóvil durante algunos segundos, contemplándole, pero solo se percató cuando él levantó la vista y, con una interrogación en la mirada, le preguntó ¿te conozco de algo? Abochornada, dijo que no, movió la cabeza, desperezó el cuerpo, agitó las manos y sus ojos procuraron una mesa vacía. Antes de que consiguiera encontrarla o de que una de las camareras viniese en su ayuda, con una sonrisa burlona dibujada en los labios, Manuel le preguntó si quería compartir la mesa con él.

– Todas las otras están ocupadas, argumentó.  

– Entonces yo le dije que no, que vale, que bueno, que gracias… y me senté. Nos hicimos amigos. Bueno, creo que, en realidad, nos hicimos un poco más que amigos.

Todas las tardes juegan a las cartas con las dos señoras de pilates. A veces, la partida se extiende  hasta las tantas de la noche y no me queda más remedio que acercarme y darles un toque de atención, pero siempre termino sentándome, jugando con ellos y perdiendo.

Sé que ahora están organizando un viaje. No me han dicho nada, pero veo como lavan y examinan el auto de Juana, como guardan botellas de agua y algunos alimentos no perecibles y, sobre todo, veo como se miran y susurran. Se les ve más animados y felices. Con deciros que Antonio volvió a comer la sopa con cuchara. Por lo poco que conseguí entender, se trata de un antiguo proyecto de Juana, un largo viaje que ella  denominó Finis terrae: la última aventura.

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2 respuestas a Finis Terrae: la última aventura

  1. Hola, soy Ana, nieta de Enka, cuya tienda has mencionado alguna que otra vez. Solo quería darte las gracias por los recuerdos.

    Un saludo.

    • Hola, Ana, gracias a ti por leer estos escritos míos. Te recuerdo niña, con tu madre, en la tienda de tu abuela que, por cierto, era amiga de mi tia abuela Lupe. Me encanta saber que de vez en cuando visitas mis páginas. Un beso grande.

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