La casa del ayer

El tiempo no es lineal, es circular. Un eterno presente que no conseguimos entender. Por eso, dedico este relato a esas abuelas que viven eternamente en mi memoria.

Entro en la habitación para buscar el pijama. Son las nueve de la noche y la casa descansa en silencio. Estiro la mano debajo de la tibia suavidad de la almohada, acaricio el colchón y mientras mi mano se desliza por la textura turgente de la espuma, regreso a mi infancia y siento bajo mis dedos la suavidad del viejo colchón de lana que acunó mis sueños de niña.  Mi imaginación vuela lejos.

En otra habitación está mi abuela. La oigo trajinar, abrir cajones, cargar la mercancía que sus clientes le han encargado y que mañana deberá llevar a Langreo. Gijón intenta recuperarse de los estragos de la guerra y yo no entiendo cómo llegué aquí. Me pellizco y el dolor que siento me dice que estoy despierta. Pero ¿cómo  vine a parar a esta casa que ya no existe y que en estos momentos me resulta tan real? Llego a la conclusión de que, a pesar del pellizco estoy soñando. Me veo apoyada en la pared del último dormitorio, el que tiene un pequeño balcón que da para la calle y desde el que, si giro un poco la cabeza hacia la derecha, consigo ver la playa. La playa y el furor de las olas golpeando sin piedad el pequeño muro que hace de frontera entre la tierra y el mar. La arena es una especie de tierra de nadie o de todos…

Mi abuela entra a recoger algo que guarda debajo de la cama. La reconozco gracias a las fotos de los álbumes familiares que tenemos en casa.   Sonrío y le dio las buenas tardes, pero ella no me ve y eso más que extrañarme, me certifica de que, efectivamente, estoy soñando. La oigo llamar a mi madre y poco después entra en el cuarto una joven preciosa, que mal salió de la adolescencia. Me siento cada vez más aturdida. Faltan más de diez años para mi nacimiento y aquí, en este sueño o realidad paralela o yo que sé, mi abuela es bastante más joven de lo que yo soy ahora.

Una ráfaga de viento me regresa a este presente que me ha tocado vivir. Recojo el pijama y me observo en el espejo. Preciso cerciorarme de que estoy aquí, en mi casa. Algo me impele hacia la ventana, la abro y observo el cielo. El tiempo costura marcas en la piel, recuerdos en las entrañas y estrellas en este universo ignoto que nos envuelve. Todos los días, cuando el sol amanece, precisamos volvernos a parir, amanecer junto con ese astro que nos da calor y vida. Pero ahora, en el silencio de la noche, la luna nos abre los caminos de la memoria y nos revela todas las salidas del laberinto. El tiempo es una espiral en donde en algún momento todos nos encontraremos.

Viajo en un tren de madera, que huele a humo y a carbón. Con sus fauces enormes, inundadas de fuego, la máquina parece un dragón y el maquinista el San Jorge que deberá subyugarlo para que nos lleve sanos y salvos a nuestro destino. Nuestro destino, ¿será que alguien sabe cuál es? Mi cabina tiene asientos de cuero y tapetes de ganchillo. La mujer de mediana edad, vestida de negro, que abraza una vieja maleta ennegrecida por el uso, tiene la mirada perdida en el paisaje. La saludo antes de sentarme, solo para saber si en esta ocasión me consigue ver… reconocer. Tenía apenas cuatro años cuando mi abuela falleció. Gira la cabeza y sus ojos me dicen que, de alguna manera, me presiente y sabe quién soy. 

– Qué poco tiempo tendremos para conocernos, murmura mientras su mirada se vuelve nuevamente hacia el paisaje.  Sabrás de mi por los que convivieron conmigo, por los que me amaron y, principalmente por lo que tu corazón y tus entrañas te cuenten.

Me gustaría ayudarla a cargar la maleta negra repleta de tabaco americano que viaja siempre con ella. Bajamos en la estación de La Felguera y caminamos despacio hasta el estanco de la ventana. Mientras toman un café de achicoria y conversan sobre estos malos tiempos de posguerra y escasez, yo sobrevuelo el pueblo en donde naceré. Aunque hay obras por todas las partes, se ven muchos destrozos y casas semi derruidas por las bombas. Son años oscuros donde lo único que corre libre es el hambre. Aún no existe  el edificio en donde pasaré los primeros 20 años de mi vida. Hombres circulan por las aceras asentando lo que sobró de sus cuerpos sobre tablas con ruedas. No quiero ver más, temo que de hacerlo me niegue a nacer.

Regresamos nuevamente al dormitorio de la casa de mi abuela, aquel que tiene un pequeño balcón desde el que, en las tardes de invierno, observa el vaivén de las olas de ese mar que también yo, como ya lo hicieran sus tíos y su hermano, un día aún muy lejano, atravesaré hasta esa otra orilla en donde, rodeada de árboles, habrá una casa con un gran balcón que llamaré de hogar. Allí, en la habitación que un día será mía, habrá una cama con un colchón de turgente espuma y una almohada suave y tibia, bajo la cual descansará  ese pijama que, en esta noche de otoño, hizo mi imaginación volar.

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