La casa del ayer

El tiempo no es lineal, es circular. Un eterno presente que no conseguimos entender. Por eso, dedico este relato a esas abuelas que viven eternamente en mi memoria.

Entro en la habitación para buscar el pijama. Son las nueve de la noche y la casa descansa en silencio. Estiro la mano debajo de la tibia suavidad de la almohada, acaricio el colchón y mientras mi mano se desliza por la textura turgente de la espuma, regreso a mi infancia y siento bajo mis dedos la suavidad del viejo colchón de lana que acunó mis sueños de niña.  Mi imaginación vuela lejos.

En otra habitación está mi abuela. La oigo trajinar, abrir cajones, cargar la mercancía que sus clientes le han encargado y que mañana deberá llevar a Langreo. Gijón intenta recuperarse de los estragos de la guerra y yo no entiendo cómo llegué aquí. Me pellizco y el dolor que siento me dice que estoy despierta. Pero ¿cómo  vine a parar a esta casa que ya no existe y que en estos momentos me resulta tan real? Llego a la conclusión de que, a pesar del pellizco estoy soñando. Me veo apoyada en la pared del último dormitorio, el que tiene un pequeño balcón que da para la calle y desde el que, si giro un poco la cabeza hacia la derecha, consigo ver la playa. La playa y el furor de las olas golpeando sin piedad el pequeño muro que hace de frontera entre la tierra y el mar. La arena es una especie de tierra de nadie o de todos…

Mi abuela entra a recoger algo que guarda debajo de la cama. La reconozco gracias a las fotos de los álbumes familiares que tenemos en casa.   Sonrío y le dio las buenas tardes, pero ella no me ve y eso más que extrañarme, me certifica de que, efectivamente, estoy soñando. La oigo llamar a mi madre y poco después entra en el cuarto una joven preciosa, que mal salió de la adolescencia. Me siento cada vez más aturdida. Faltan más de diez años para mi nacimiento y aquí, en este sueño o realidad paralela o yo que sé, mi abuela es bastante más joven de lo que yo soy ahora.

Una ráfaga de viento me regresa a este presente que me ha tocado vivir. Recojo el pijama y me observo en el espejo. Preciso cerciorarme de que estoy aquí, en mi casa. Algo me impele hacia la ventana, la abro y observo el cielo. El tiempo costura marcas en la piel, recuerdos en las entrañas y estrellas en este universo ignoto que nos envuelve. Todos los días, cuando el sol amanece, precisamos volvernos a parir, amanecer junto con ese astro que nos da calor y vida. Pero ahora, en el silencio de la noche, la luna nos abre los caminos de la memoria y nos revela todas las salidas del laberinto. El tiempo es una espiral en donde en algún momento todos nos encontraremos.

Viajo en un tren de madera, que huele a humo y a carbón. Con sus fauces enormes, inundadas de fuego, la máquina parece un dragón y el maquinista el San Jorge que deberá subyugarlo para que nos lleve sanos y salvos a nuestro destino. Nuestro destino, ¿será que alguien sabe cuál es? Mi cabina tiene asientos de cuero y tapetes de ganchillo. La mujer de mediana edad, vestida de negro, que abraza una vieja maleta ennegrecida por el uso, tiene la mirada perdida en el paisaje. La saludo antes de sentarme, solo para saber si en esta ocasión me consigue ver… reconocer. Tenía apenas cuatro años cuando mi abuela falleció. Gira la cabeza y sus ojos me dicen que, de alguna manera, me presiente y sabe quién soy. 

– Qué poco tiempo tendremos para conocernos, murmura mientras su mirada se vuelve nuevamente hacia el paisaje.  Sabrás de mi por los que convivieron conmigo, por los que me amaron y, principalmente por lo que tu corazón y tus entrañas te cuenten.

Me gustaría ayudarla a cargar la maleta negra repleta de tabaco americano que viaja siempre con ella. Bajamos en la estación de La Felguera y caminamos despacio hasta el estanco de la ventana. Mientras toman un café de achicoria y conversan sobre estos malos tiempos de posguerra y escasez, yo sobrevuelo el pueblo en donde naceré. Aunque hay obras por todas las partes, se ven muchos destrozos y casas semi derruidas por las bombas. Son años oscuros donde lo único que corre libre es el hambre. Aún no existe  el edificio en donde pasaré los primeros 20 años de mi vida. Hombres circulan por las aceras asentando lo que sobró de sus cuerpos sobre tablas con ruedas. No quiero ver más, temo que de hacerlo me niegue a nacer.

Regresamos nuevamente al dormitorio de la casa de mi abuela, aquel que tiene un pequeño balcón desde el que, en las tardes de invierno, observa el vaivén de las olas de ese mar que también yo, como ya lo hicieran sus tíos y su hermano, un día aún muy lejano, atravesaré hasta esa otra orilla en donde, rodeada de árboles, habrá una casa con un gran balcón que llamaré de hogar. Allí, en la habitación que un día será mía, habrá una cama con un colchón de turgente espuma y una almohada suave y tibia, bajo la cual descansará  ese pijama que, en esta noche de otoño, hizo mi imaginación volar.

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Recovecos

 
Mañana renaceré como un sueño,
despertaré y sentiré tu corazón
debajo de la almohada… ¿o será el mío?
¿Recuerdas?
Yo tenía palabras,
tú tenías realidades,
yo entrelazaba sueños,
tú los vivías.
Nos fuimos
a descubrir el mundo
y nos perdimos,
nunca conseguimos regresar.
Los tonos se volvieron ocres,
la noche aceleró sus pasos.
Como una golondrina,
el tiempo voló.
Se fueron las aguas de marzo...
¿qué nos deparará abril?
Anochece en el hemisferio sur,
el otoño susurra,
el viento amortece
la piel del crisantemo…
y yo,
yo renaceré dentro de tu sueño.
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La nada que me habita

Dedicado a mi amiga poeta Inés, porque hace unos día decidió volar

Me acaban de despertar. No quieren que me mire al espejo. A veces pierdo el sentido y me extravío entre tantos nacimientos y muertes. Miles de preguntas martillean, infatigables, dentro de mi cabeza. Intento abrir una puerta, para ver sí, junto con las preguntas, vislumbro alguna respuesta que se atreva a cruzar el umbral.  Me sobran las interrogaciones, pero ya no me duele el cuerpo, ni el alma, ni la soledad.

El dolor tiene múltiples caras, usa innúmeros disfraces, es extremadamente astuto… pero por mucho que disimule, ahora, después de tantos años de convivencia, me resulta fácil reconocerlo. Demasiado fácil. Tan fácil que de nada me sirvió. Un día, sin que yo lo percibiera, se infiltró dentro de mí, a través de los poros de mi piel y de mi conducto auditivo. Se alojó en algún lugar de mi esqueleto, tal vez entre los músculos o, lo que es aún peor, en mi cerebro. Intenté pensar en otras cosas para olvidarlo, me decía que no podía estar dentro de mí, que eran imaginaciones mías, que esas ideas eran absurdas…y escribí, escribí todas mis pesadillas.  Entonces él me recolocaba el pensamiento justo en donde le interesaba. Eres mía, me decía suavemente en el oído derecho, después se reía. Yo subía el volumen de la música, pero era él, siempre él, quien cantaba. Creo que ya sabéis de quien hablo, ¿verdad? Llegué a ponerme uno de esos tapones que te dan las compañías aéreas para que no te molesten los ruidos de abordo ni los ronquidos del vecino, pero de nada adelantó. Bueno, al principio sí. Durante algunos años el  muy ladino silenció su voz, pero después fue peor. Me hablaba con una voz por el oído derecho y con otra por el izquierdo. Quería enloquecerme. Enloquecí. Pensé en desistir y grité por ella. Creo que desistí…la prueba es que me estáis leyendo.

Ahora veo nubes sobrevolando las escaleras. Pequeños fragmentos de la mujer que un día fui fluctúan sobre los escalones. A lo lejos, en el horizonte, algo que, tal vez, pueda ser un arcoíris. Reconozco la iridiscencia de unas alas, después escucho un suave y tranquilizador roznar… Me lanzo al vacío esperando recibir ese abrazo fraternal y sincero que nadie me llegó a dar, pero las escaleras no tienen fin y no sé cuánto tiempo necesitaré para volverme a nacer.

No recuerdo em qué momento lo conocí. Solo puedo decir que presentí su llegada, pero no lo vi. Yo era una niña y los niños no temen las diferencias. Caminaba con mi abuela por el campo de margaritas que había cerca de su casa. Él estaba sentado en el césped, las rodillas ensangrentadas, los pantalones cortos llenos de lamparones, la camisa del color de la tierra y con un siete en la manga del brazo derecho, los zapatos sin cordones y cubiertos de barro, las greñas cayéndole por la cara y casi tapándole los ojos, pero yo sabía que todo eso era un disfraz. Por debajo de los rasgones de la camisa se le intuía lo que yo llamaría, sin tapujos, de alas. Unas hermosas alas  de iridiscentes plumas. Un pequeño borrico pastaba a pocos metros de sus pies. Al menos, así lo imaginé. Ya os dije que más que verlo, lo presentí. Nos hicimos amigos. Lo somos hasta los días de hoy. Suelen visitarme en las madrugadas. Sí, el burro también. No han cambiado nada. Yo si cambié.

Os tengo que dejar, lo siento. Espero que me disculpéis. Se que ella está cerca. Presiento su llegada. La  veo venir. Reconozco su hálito y su mirada. Se ha sentado en una piedra del camino. Yo prefiero descansar mis huesos sobre la roca lisa que hay cerca de poniente. Allí, mirándola a los ojos, me despedacé en todas y cada una de esas mujeres que transcurren por las líneas de mis escritos. Me transformé en ellas, para después coserme letra a letra y reconstruirme en un párrafo. Pero no lo conseguí. Es difícil volver a ser. Me sobraron pedazos. Me faltaron fragmentos. Me fui desangrando por los acantilados de unas páginas vírgenes a punto de nacer. Hago constar, caso pueda interesarle a alguien, que intenté sumar todos mis retazos, que casi logré recomponerme, que faltó muy poco para  volver a reconocerme, por fin, en la imagen que me devolvía el espejo… pero las mujeres que me habitan gritaron más alto y yo volví a romperme. Explotamos el espejo y yo. Fue entonces que me desenmascaré, me deshuesé, acaricié mis restos y perdoné todas las injurias recibidas para, una vez libre de Todo, regresar a la Nada. Allí permanezco inerte en una especie de incubadora. No sé cuánto tiempo necesitaré para volverme a nacer. Finalmente, Cronos se detiene y cupido vuela. Ahora, sabré quién soy.

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Finis Terrae: la última aventura

Llegó hace tres meses. Vino por su propio pie, la casa le quedó grande y los vecinos de siempre se le fueron muriendo. Por la mañana salía a pasear por la plaza, pero no conocía a nadie, todas las caras le resultaban extrañas. Además, las personas pasaban por ella sin verla. Era una sombra deambulando por calles y parques que ya no conseguía reconocer.

– Llegué a pensar que, así como mis vecinos, yo también estaba muerta, me comentó el día que llegó, mientras tomábamos un café.

Muchos días, antes de que el sol surgiese en el horizonte, la invadía la tentación de permanecer con los ojos cerrados, extendida en la cama, relajada, con los brazos estirados a lo largo del cuerpo, las manos descansando con las palmas hacia arriba y la respiración acompasada, en un estado de meditación. ¿me verán?, ¿los veré? ¿escucharé los sonidos de la vida? ¿me escucharán? Nadie, ni ella, respondía esas preguntas. Por eso, esa mañana había decidido no despertar. Pero despertó.

–  Nada más despertar, abrí los ojos para ver si había comenzado el día. Un tímido rayo de luz entró por la ventana y se acercó a mi cama, escuché a lo lejos el graznar de los gansos a camino del lago y, más cerca, la voz de la vecina canturreando mientras preparaba el café. Sí, cuando abría los ojos, percibía el aroma del café recién hecho.  ¿Por qué ellos, entonces, no me veían?  

Según me dijo, vivía en una isla de soledad rodeada de gente extraña por todos los lados. Por eso, una mañana especialmente gris se decidió. Agarró una maleta, metió unas cuantas ropas en ella, procuró entre sus papeles la dirección que le interesaba, subió a su auto y se fue, sin que nadie la echase de menos.

Condujo despacio, recreándose en el paisaje, observando las personas que cruzaban los pasos de peatones, parando en los semáforos antes de que se quedasen rojos. Escuchó algunas bocinas nerviosas, pero no se importó, que la llamasen como les diese la gana, la música le impedía oír cualquier imprecación. Cuando salió de la ciudad, respiró profundamente. El aire entró en sus pulmones revigorizándola. Dentro de sí, sintió la voz de las montañas. Una pareja de gavilanes volaba en círculos por encima de su automóvil, acompañándola. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan plena y libre como en aquel momento. Por unos instantes, acarició la posibilidad de olvidar sus planes, abandonar la mujer congruente y responsable que siempre había sido y continuar viaje hasta el fin del mundo o hasta el más allá… Sonrió ante su devaneo.

– ¡Mira que lo hago!, se retó a sí misma. ¿Habrá mejor forma de morir? 

Entró en el hall y observó el entorno, después se dirigió a la recepción. Dos señoras en ropa de deporte que conversaban sobre una tal clase de pilates, al verla llegar levantaron la vista.

– Eres nueva por aquí, ¿verdad?

– Claro que lo es, si no lo fuese ya la habríamos visto antes.

Eufórica al percibir que la habían visto, les dijo que sí, que acababa de llegar. Después, bajó la voz y, en un susurro, les aseguró que estaba pensando en la posibilidad de pasar allí una temporada. Ellas la miraron y aplaudieron. Yo desde lejos, sonreí.  Parecían muy animadas cuando fueron a buscar al director, al recepcionista o a cualquier persona que pudiese hacer su ficha de registro. La hice yo.

A pesar de tener un temperamento melancólico y de estar acostumbrada a vivir en soledad, no rechazaba la compañía de los otros huéspedes, por el contrario, la disfrutaba. Hace unos días, al preguntarle si le agradaba nuestra residencia, me aseguró que, de momento, su única queja estaba relacionada con los horarios de las comidas, pues no conseguía acostumbrarse a ellos y, como siempre llegaba atrasada, nunca encontraba un buen lugar. Comenzó a llegar antes cuando conoció al Sr. Manuel de la habitación 305.

Los primeros días pasaba por él sin percibirlo, preocupada únicamente en encontrar un lugar libre para sentarse a almorzar, después algo en él llamó su atención. Nunca vi nada igual, me comentó con cierto asombro.

 – ¿Sabes que come la sopa del cocido con un tenedor? Nunca antes había visto a nadie comer así la sopa.

El Sr. Manuel enganchaba los fideos con extrema delicadeza y los sorbía uno a uno con indisimulado placer. Lo vio al pasar por la amplia ventana que comunica el restaurante con el jardín y una fuerza la impelió a entrar. Llegó a la altura de su mesa, justo cuando él, tras colocar el caldo en un tazón, lo llevaba hasta los labios y lo bebía con cierta fruición. Ella permaneció inmóvil durante algunos segundos, contemplándole, pero solo se percató cuando él levantó la vista y, con una interrogación en la mirada, le preguntó ¿te conozco de algo? Abochornada, dijo que no, movió la cabeza, desperezó el cuerpo, agitó las manos y sus ojos procuraron una mesa vacía. Antes de que consiguiera encontrarla o de que una de las camareras viniese en su ayuda, con una sonrisa burlona dibujada en los labios, Manuel le preguntó si quería compartir la mesa con él.

– Todas las otras están ocupadas, argumentó.  

– Entonces yo le dije que no, que vale, que bueno, que gracias… y me senté. Nos hicimos amigos. Bueno, creo que, en realidad, nos hicimos un poco más que amigos.

Todas las tardes juegan a las cartas con las dos señoras de pilates. A veces, la partida se extiende  hasta las tantas de la noche y no me queda más remedio que acercarme y darles un toque de atención, pero siempre termino sentándome, jugando con ellos y perdiendo.

Sé que ahora están organizando un viaje. No me han dicho nada, pero veo como lavan y examinan el auto de Juana, como guardan botellas de agua y algunos alimentos no perecibles y, sobre todo, veo como se miran y susurran. Se les ve más animados y felices. Con deciros que Antonio volvió a comer la sopa con cuchara. Por lo poco que conseguí entender, se trata de un antiguo proyecto de Juana, un largo viaje que ella  denominó Finis terrae: la última aventura.

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Aquellas Navidades

Hace muchos años, cuando era niña, la Navidad llegaba a mi pueblo despacio, a saltitos. En aquel tiempo no había trenes de alta velocidad. Recuerdo que, por las noches, me asomaba a la ventana, apretaba los ojos, clavaba la mirada en el infinito y forzaba la vista para ver si conseguía distinguir la estrella que, por las veredas del cielo, anunciaba la llegada de tan esperada fecha, pero el sueño me vencía antes de que la estrella de la Navidad iluminase mi habitación. Siempre tuve fascinación por ese universo infinito cuya mera presencia revela nuestra insignificancia. Sí, aunque no me lo hayas preguntado, te respondo, ya de niña me gustaba conversar con las estrellas. Sobre todo, cuando estaba triste.  

– Vamos hija, deja de hablar con las paredes y de explicarles a las musarañas los intricados misterios del universo y ayúdame a poner la mesa, que estoy muy atrasada con las cebollas rellenas y aún tengo que finalizar la sopa de marisco.

 – Vale, mamá, enseguida voy.

En aquella época, la niña que fui pensaba que las estrellas eran las palabras con las que el cielo conversaba con nosotros y, os juro, que en aquel tiempo las entendía. Pero con el paso de los años, aquellas palabras que en mi niñez me contaban cosas, se fueron borrando, hasta que, finalmente, un día las perdí entre la hojarasca seca de los otoños vividos.  

– ¿Es para hoy, hija?

– Un minuto, mamá, ya voy.

Un día, sin que yo lo percibiese, las palabras de las estrellas se disolvieron en la nada; se fundieron con las horas del reloj, esas horas que, primero, crecen y se multiplican hasta transformarse en semanas, meses, años… y después se precipitan y desaparecen. Entonces, descubrimos que la vida es el paréntesis de los días que ya no son y entendemos que los recuerdos son la sustancia con la que se construye el futuro.  

– ¿Qué vajilla pongo, mamá, la de la abuela?

Por detrás de los cristales veía como el viento barría esas hojas preñadas de días, sin que yo pudiese hacer nada por evitarlo. En aquella época, las mañanas amanecían entrelazadas a las noches como dos viejos amantes que desean permanecer abrazados para saberse vivos. También nosotros precisamos abrazarnos a los buenos recuerdos de la infancia, aunque a veces los tengamos que inventar, para conseguir dar un sentido a nuestra historia.   

– ¡Ya terminé, mamá!, ¿puedo bajar a jugar con la nieve?

¡Ah, aquellas mañanas de invierno!, con sus tejados de escarcha, sus aceras cubiertas de nieve y sus tentadores charcos congelados. Cómo disfrutábamos chapoteando en el hielo y el barro, protegidos por los chanclos de goma que vestíamos por encima de las zapatillas. Siento nostalgia, sí, para que me voy a engañar. Nostalgia de la pérgola que veía desde mi ventana. Nostalgia de los mofletes sonrosados y de las naricillas aplastadas contra el cristal que, como en los cromos, se repetían en las decenas de pequeños y asombrados rostros que decoraban tantas y tantas ventanas. Nostalgia de cuando escribía, con esa profunda seriedad que solo los niños consiguen tener, mi carta a los reyes magos.

– Mamá, ¿es verdad que los Reyes no existen? 

– Claro que existen, cariño. Viven en el corazón de la Navidad y, principalmente, en el corazón de los niños.

Hoy, en estas Navidades veraniegas de la otra orilla, añoro aquella infancia mágica en la que convivíamos con hadas, duendes, reyes magos… y todo era posible. Aquella infancia en la que cantábamos villancicos a pleno pulmón por las escaleras y entrabamos en las casas de los vecinos para comer turrón y pedir el aguinaldo. Aquella infancia en la que, ilusionados, escribíamos cartas a los reyes magos, pero después, mientras aguardábamos nerviosos que las respondieran en el programa de radio que tenían sus majestades, casi nos arrepentíamos de haberlas escrito, pues sabían todos los embrollos en los que nos habíamos metido a lo largo del año y, además, los contaban con pelos y señales. Esos Reyes nos conocían demasiado bien.

– Sí, mamá, ya sé que eran Magos.

Pero, aquí entre nosotros, sospecho que, en eso de vigilar a los niños, los Reyes Magos hacían outsourcing y la verdad sea dicha, siempre desconfié de que el perro que teníamos en el barrio trabajaba para ellos.

Dentro de mi imaginación de niña, el mundo era grande, el universo inmenso, y mi pueblo, infinito… principalmente en Navidad.

– Feliz Navidad para todos los amigos, los de ayer, los de hoy, los de aquí, los de allí y los de allende los mares… Por un 2024 repleto de paz, salud, amor y buenos momentos.

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La otra cara del amanecer

Hace días que no amanece. He perdido la cuenta. Me he asomado a la ventana, pero una sombra cubre el paisaje. ¡Qué difícil es vivir en esta oscuridad! La vecina me llama por el hueco de la escalera. Grita mi nombre. Yo no me atrevo a abrir la puerta. Escucho ruido de tiros, de sirenas, gritos… La noche entra por la ventana, se disuelve sobre el tapizado del sofá, se desliza por las baldosas, se enreda a mi piel… y me roza con su manto impregnado de hiel y de miedo.    

Un rayo ilumina el cielo por unos instantes y pocos segundos después el estruendo de un trueno sacude las paredes de mi habitación. Instintivamente, me escondo. Después siento vergüenza de mí misma y con mucho sigilo, me acerco al balcón. Una sombra se oculta entre los árboles que viven al otro lado de la ventana. Un viento feroz cabalga sobre las ramas de la Sibipiruna, las mutila y destruye el nido del zorzal que mora en el jardín. Después arranca los tejados, derriba los postes de luz y la noche crece y se hace señora del lugar.

No se ven los ojos de las casas guiñando las señas de los enamorados. Por eso, cierro los míos y me dejo arrastrar por el ensueño. Mis huesos se hunden en el colchón de lana de mi cuarto de niña, crujen asustados antes de deshacerse y sumir por la tubería que nos llevará al limbo de la inexistencia. Su sonido asusta al petirrojo que duerme en una esquina de mi cama. A veces siento nostalgia de un tiempo que no llegué a vivir, y revuelvo los baúles de la memoria en busca de algún sombrero, de un miriñaque o de una pluma de avestruz.

Cualquier tiempo pasado no fue mejor, me asegura la voz que vive dentro de mi cabeza. ¡Escucha la voz de la conciencia!, me grita el padre Gregorio desde el confesionario. Me hago la sorda y el petirrojo que habita en la esquina de mi cama me mira. He oído decir que mi pequeño pajarito es un símbolo de amor y protección, pero cuando escucho los gritos de la calle, percibo el aletear del miedo sobre los tejados y mastico el hambre que zapatea las callejuelas, dudo que él no tenga el mismo temor que siento yo.

Se agita la noche, las paredes me oprimen, tengo la garganta seca, deseo levantarme, pero no me puedo mover. Presto atención. Afuera, el viento silva entre las ramas de los árboles. Dentro, intuyo suspiros, lágrimas ahogadas, conversaciones en voz baja.

Percibo que el viento cabalga sobre las ramas del tiempo. Las agujas del reloj del Ayuntamiento sonríen. Un viento huracanado me eleva por encima de las crestas rocosas de las montañas de mi infancia. Sobrevuelo un horizonte de casas y tejados, un águila real me acompaña. Pairo tranquila sobre mi jardín. Las gallinas de mi abuela paran de ciscar el césped y me miran. Una sutil fragancia a dalia invade mis narinas. La nostalgia ya no enturbia mi visión. La vida pasa y yo agradezco. Recojo mis primeras flores: un manojillo de violetas. Aspiro su perfume y me dejo invadir por un profundo sentimiento de ternura.

Al otro lado, continúa la tormenta, la oscuridad, el miedo… La noche se hace eterna. Los árboles crujen, elevan sus ramas para recibir el azote del viento y, enseguida, caen. Pero ya no escucho sus gritos. Las voces se callan y yo me tranquilizo. El silencio está lleno de murmullos. Una lágrima rueda solitaria. Un gemido se prende en la garganta.

Yo consigo ver lo que otros no perciben, intuyo lo que antes no podía discernir. Me despido con un hasta luego y una puerta se abre en la pared. Atravieso.

Cálidas miradas me observan, un perfume a gardenia invade la habitación y el miedo desaparece porque ahora sé que, finalmente, amaneceré en mi jardín.

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Casi una oración (dos madres del siglo XI antes de Cristo)

Perdí la cuenta de los años que tengo. De qué me sirve saberlo. Me queda, al menos, un poco de memoria y una voz, dentro de mi oído, que me dice quién soy. Los recuerdos que viajan por mi cabeza, a veces se escapan y saltan a las paredes de esta habitación que me envuelve. Quieren huir, pero no existen ventanas o puertas por las que puedan escapar. “Vivo en un cuerpo sin ventanas”, alguien me dijo una vez. La vida es una caja de sorpresas. Estoy sola. Mis hijos ya se fueron. Los perdí en alguna de las tantas guerras que un día se estudiarán en los libros de historia. Claro que sufro. Sufro como todas las madres. ¡Como todas!  

Sufres en la misma medida que sufro yo. Sufrimos las dos. El mundo es un abismo. Los dioses nos inundaron de odio, la tierra nos castigó y nosotros creamos fronteras. Siempre quise pensar que los humanos éramos buenos, compasivos, fraternales… y si no todos, al menos un buen porcentaje. ¿Qué parte de las escrituras no supimos entender? ¿Qué interpretamos mal? ¿O he sido yo quién no las ha entendido? Me negaba a pensar que apenas Lot se pudiese salvar. Ah, Sodoma y Gomorra, ¡qué inocentes erais! Dicen que en la época de Matusalén se vivía más de mil años. ¿De que sirve?, pregunto.

Me sangran las manos, pienso en todos los que me antecedieron y me duelen las entrañas. Pienso en los que me sucederán y me tiemblan los huesos. ¿Serán mejores? ¿Habrán aprendido de nuestros errores? Inocencia la mía, si nosotros no conseguimos aprender, ¿por qué deberían hacerlo ellos?, en el caso, claro está, de que les dejemos la oportunidad de algún futuro. No sé a qué Dios rezar. Les rezo a todos… y la mayor parte de los días a ninguno. Vivo en una ciudad en la que, sin ser sagrada, abundan los edificios dedicados a la oración… y a la discordia. ¿Cuál de todos esos dioses será el verdaderamente único y verdadero? ¿Tal vez Don dinero, el poderoso caballero…?

Veo como mi carne se desvanece. ¿Lo ves tú? Me estoy deshumanizando. ¿Cómo despertaré mañana? A veces, cuando la luz atraviesa la cortina de la tienda, temo abrir los ojos. Toco mi cuerpo para ver si me reconozco, para ver si no hubo ninguna mudanza extrema durante la noche, para ver si continúo aquí…Después abro los párpados y observo que todo continúa igual. Ayer soñé que todos los humanos nos habíamos transformado en mosquitos. Yo era un Aedes Aegypti, chupadora de sangre y transmisora de enfermedades. Preferiría ser una mariposa monarca, pero, de no poder serlo, hasta una cucaracha hubiera sido mejor. ¡Quién vendrá a recogerme cuándo me deshaga!

Aún estoy aquí; aún siento miedo; aún me duele la nostalgia de saber que nunca más los volveré a abrazar. Ni abrazar, ni reñir, ni… ¡Tan solo querían vivir! Escucho el llanto de mis vecinos. Estamos tan cerca… tan lejos. ¿Me escucharán ellos? ¿Oirán ellos mi llanto?

Nos encontramos en el centro del laberinto. Las dos oramos. Las dos lloramos. Las dos somos madres. Somos hijas de un mismo padre… nunca entendí demasiado bien la historia de Caín y Abel.

Epílogo:  

– Padre nuestro, tú que cuidas de nuestras plantaciones de trigo, olivo y vid, devuélvenos a nuestros hijos, y ayúdanos a vivir en paz. 

– Padre nuestro, tú que cuidas de nuestros rebaños y nos condujiste hasta la tierra prometida, devuélvenos a nuestros hijos, y ayúdanos a vivir en paz.

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Gorriones en la habitación

Las ideas iban y venían, como pequeños gorriones revoloteando por el techo de la habitación, sin conseguir fijarse en ningún lugar de su memoria. Estiró el brazo para alcanzarlas, pero cuando ya casi las tenía en la palma de su mano, se le escapaban por entre los dedos y volaban veloces hasta la lámpara de cristal. Desde allí, la miraban y susurraban. Creo que, incluso, se reían de ella. 

– ¿A qué no nos encuentras?, parecían decirle.

Entonces, ella cerraba los ojos con fuerza, se retiraba a su pequeña caverna solitaria y, dentro de su imaginación, creaba mundos, viajaba en el tiempo o vivía los amores y aventuras que jamás había vivido en la vida real. 

– ¿Vida real? ¿Qué entiendes por vida real?

A veces, se asomaba a la ventana para observar a las personas que deambulaban por el jardín o para ver cómo los niños jugaban al escondite, saltaban a la cuerda o daban patadas a un balón.

– ¿Será que alguien se asoma a una ventana para verme a mí?

 – ¡Qué oscuridad, por Dios!, comentó la mujer que, de vez en cuando, entraba a su cuarto para llevarle algo de comer o preguntarle si estaba bien. Vamos a abrir la ventana para que el sol nos ilumine un poco… no sé cómo consigues vivir en tamaña penumbra.

Aquella entrometida se inmiscuía en asuntos que no eran de su incumbencia. ¿Qué más le daba si había mucha o poca luz? No percibía que el exceso de luz la cegaba. No veía que, como si de una bilis gelatinosa se tratase, la ansiedad se le enroscaba al cuerpo y, una vez instalada en las entrañas, se transformaba en un monstruo, feroz e inhumano, que la carcomía por dentro. No sabía que, en esos momentos, era incapaz de reaccionar, de pensar, de …

 – ¿Quién eres? ¿Cómo lograste entrar en mi casa? ¿Quién te dio la llave? ¿Dónde está María? ¡María!

Corrió hacia la puerta del cuarto, la traspasó y permaneció allí, quieta, ensimismada, ausente, sin saber hacia dónde ir. María llegó apresurada y ella sonrió.   

– Estoy perdida, María. Oigo voces que me llaman, pero cuando abro los ojos, no veo a nadie y no sé lo que debo hacer.

 – No te preocupes. Ven, siéntate a mi lado y cuéntame lo que te dicen esas voces. Dime lo primero que te venga a la mente.     

– Me preguntan quién soy yo, María. ¿Lo sabes tú?  Y tú, ¿quién eres tú?  ¿Existes o también vas a desaparecer cuando yo abra los ojos? Ah, si no me doliera tanto lo vivido, sería más fácil recordar y las palabras no huirían de mí.  

– ¿Cómo te puede doler lo que no recuerdas? 

– ¿Entonces, si no me duele, por qué lo he olvidado?

María se había encariñado de esa mujer menuda y triste que parecía vivir agazapada dentro del propio miedo, pero que, al mismo tiempo, irradiaba una energía seductora difícil de explicar. La había encontrado un anochecer caminando sin rumbo y, sin pensarlo dos veces, la había llevado a la clínica donde trabajaba y después, a su casa. Le costó convencerla. Casi la tuvo que forzar a entrar, pero ahora vivía allí con ella. Pasaba los días encerrada en su habitación, hablando en una lengua extraña, llorando la mayor parte del tiempo, sola, o mejor dicho, acompañada de sus fantasmas y de esos gorriones que revoloteaban por encima de su cabeza, sin dejarse atrapar. 

– ¿Soy una niña?, los gorriones me dicen que soy una niña de largas trenzas y mirada triste, pero el espejo está oscuro y no me puedo ver.

– ¿Y por qué lloras, cuando, al amanecer, Venus nos anuncia la luz de un nuevo día?  

– Porque añoro quien fui, aunque no recuerde quien soy. Porque a cada día me importa menos no saberlo y porque la desesperanza es una herida difícil de curar.

Los gorriones de la lámpara revolotearon y uno de ellos, que había permanecido escondido detrás del guardarropa, voló hasta sus manos.  

Aquella noche regresé a su cuarto con un cuaderno, para que los pequeños gorriones, que con tanta facilidad se escapaban, pudiesen anidar en él. La encontré sentada en el suelo, contando las margaritas bordadas en la alfombra.

– Nueve, once, doce… 

– Diez, después del nueve viene el diez. 

– No, diez, no. A la de diez la bomba estalla y yo tengo miedo y grito: Socorro

Le dije que no había estallado ninguna bomba, pero no me creyó. Le dije que no había ningún motivo para gritar, pero ella miró más allá de la pared y tampoco me creyó.

– Han matado a mi muñeca, ¡no has visto que han matado a mi muñeca!

Sin saber cómo consolarla, la abracé y lloramos las dos.

Después, con las lágrimas que fluían de sus ojos, escribió su historia en el cuaderno. Los gorriones de la lámpara se agitaron nuevamente. Uno de ellos salió del grupo y voló hacía el jardín, dejando caer, al pasar, una pluma que ella tomó con cuidado y me entregó. 

– Toma, para ti, yo ya no la necesito.

Tuve un presentimiento. Al pasar por su cuarto no sentí el aleteo de los gorriones y me alarmé. Entré sin llamar y sin hacer ruido. Entonces los vi a los pies de la cama, observándola. Ella parecía tranquila. Ellos, preocupados.

– No te preocupes, me dijo. Mañana me iré, mis papás vendrán a buscarme. Pero, sácame de aquí, por favor. Preciso ver el mar.

– ¿Tus papás? ¿Ver el mar?

Una fuerza invisible empujó su espalda induciéndola a caminar, casi a correr. Dio un traspié y su mano procuró una pared en que apoyarse. Se apoyó en mí, no podía caer. Sólo entonces sentí su fragilidad y le acaricié la mano. Agradecida, me acarició el rostro.

– Gracias mamá, me dijo.

Enseguida y sin mirar para atrás, pisó en el felpudo y, antes de irse, limpió de los pies, las huellas del pasado.

 – ¡Vamos, estamos atrasadas!

Como pude la llevé al coche y partí a toda velocidad. Los gorriones contrariando todas las predicciones, se acomodaron en su regazo y me miraron con unos ojitos repletos de interrogaciones. Pensé que una vuelta a la mazana la calmaría., pero una vez más, me equivoqué. Comenzaba el mes de abril, la primavera se abría paso por entre la arboleda, un grupo de adolescentes jugaba a ser mayor en la plazoleta, una vecina de mirada oscura nos observaba. Un cometa atravesó la noche, la luna nos sonreía y miles de estrellas bordaban el tapiz celeste.    

– ¿Quién eres?, le pregunté, pero ella ya no me respondió.

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El último tren

Viajeros al tren, gritó el jefe de estación y ella obedeció. Subió sola, casi vacía de equipaje. Encontró su compartimento con facilidad y se sentó en el asiento que marcaba el billete que no recordaba haber comprado. No se cruzó con nadie por el pasillo. Aparentemente, aquel tren de madera, como los de su infancia, tenía un único pasajero: ella. A la anciana la vio cuando intentó abrir la ventanilla. Levantó la mano, porque creyó reconocerla, pero la bajó antes de completar el saludo. Como ella, la anciana estaba sola, sentada en un banco de la estación, la mano derecha cubriéndole el rostro. Se fijó en el paraguas apoyado en el respaldo, en el bolso de cuero marrón en el suelo al lado de los pies, en los zapatos viejos con falta de betún… y continuó sin reconocerla. También percibió el perro que rondaba cabizbajo por el andén y se acordó del día en que su familia había adoptado a Rulo, aquel viejo guardián, peludo y cariñoso, que tantas veces, cuando niña, le lamiera las heridas. Tal vez para ayudarla, el sol se abrió paso entre las nubes y rezumó su luz sobre la copa de unos árboles cercanos. El verde le pareció aún más verde, “tan verde y brillante que llega a cegar”, pensó, mientras, al igual que la anciana sentada en un banco del andén, colocaba la mano a modo de visera. El tren estaba a punto de partir y en el banco del andén ya no había nadie. La mujer se había levantado y recogido sus pertrechos sin que ella se diese cuenta. El perro también se había ido. Hasta el rayo del sol límpido y brillante se había escondido detrás de una nube. Ahora el verde de los árboles le parecía oscuro, opaco y triste. Posó la vista en la vieja casucha que servía de estación y sintió un respigo. Después observó el andén casi desierto. Apenas el jefe de estación, aquel tren vacío… y ella. ¿Qué mierda estaba haciendo allí? ¿Qué lugar era ese? ¿Quién era aquella vieja que creyó reconocer? ¿Dónde coño estaba? “Señor”, gritó, pero el jefe de estación no parecía oírla.

Despertó angustiada, con el corazón desbocado, las manos trémulas, y el cuerpo empapado en sudor. Sintió una respiración acompasada y se sobresaltó todavía más. Alguien dormía a su lado y no sabía quién era. Intentó incorporarse, pero, a pesar del esfuerzo realizado, su cuerpo no se movió. Estaba pegada, cosida al colchón. Quiso gritar, pedir ayuda, quién sabe algún vecino insomne lograse oírla. “Socorro”, pensó sin que de su boca brotase cualquier murmullo… Intentó levantar una mano, despegar un dedo, pero su cuerpo se negaba a obedecer. No sabía qué hacer, tenía miedo y no sabía qué hacer. La persona a su lado se había movido ligeramente, “ella puede moverse y respirar. Es ella quien respira. ¡Dios mío, no oigo mi respiración! ¡No consigo respirar! ¡Socorro, por favor, que alguien me escuche!”.

Cuando el tren paró, permaneció sentada con la cara apoyada en la ventanilla y la mirada perdida en un paisaje que le parecía siempre igual. Contaba los árboles, como quien cuenta ovejas antes de dormir. Entonces la vio. “Es la misma estación, el mismo andén, el mismo banco y la misma mujer”, se dijo a sí misma. Observó sus zapatos con falta de betún, la bolsa marrón en el suelo, al lado de los pies, la falda de algodón grueso, tal vez de lana, la blusa abrochada hasta el cuello… Un ligero desasosiego en la boca del estómago le decía que la conocía. Buscó dentro de la memoria, escudriñó todos sus rincones, estrujó hasta el último pensamiento… pero no la reconoció. Le extrañó verla más joven que en la estación anterior… y algo más triste. Durante unos segundos sus miradas se encontraron y creyó recordar alguna cosa, pero enseguida el jefe de estación tocó el silbato y, renqueando, el tren echó a andar. “Pare el tren, quiero bajar”, gritó. “Preciso hablar con aquella señora, ¡pare!” El ladrido de un perro, en el andén, le recordó a Rulo, el viejo can de guardia que tantas veces, cuando niña, le lamiera las heridas y los miedos. Quiso abrir la ventanilla, sacar la cabeza, pedir ayuda… No había nadie más en el vagón, solo ella. “¡Estoy sola!, tiene que haber alguien. ¿Dónde está el revisor? ¡Paren el tren que quiero bajar!” Las luces del vagón se apagaron y el tren entró veloz en la tenebrosa oscuridad de un túnel.

No conseguía respirar. Había sido engullida por una animal hambriento y feroz. La oscuridad era absoluta y no conseguía respirar. Estaba amordazada. Tenía miedo. Por mucho que se esforzaba no lograba ver en donde estaba. Su entorno era negro, abetunado, caliente y húmedo. Creyó escuchar un jadeo desacompasado, pero allí no había nadie. Estaba sola. Sola dentro de un túnel sin salida ni final… Prestó atención y de nuevo oyó una respiración pesada, agitada e irregular, “me estoy hundiendo, por favor que alguien encienda la luz”.

Escuchó los ladridos antes de que el tren llegase a la estación y abrió la ventanilla. Una mujer de mediana edad caminaba decidida por el andén. Se fijó en la bolsa de cuero marrón que llevaba colgada del hombro derecho, en la blusa con todos los botones abrochados, en el collar de perlas, que creyó reconocer, y en los zapatos con falta de betún. Tuvo un presentimiento y forzó la vista para verla mejor, pero el ladrido del perro distrajo su atención y olvidó lo que estaba mirando. En el andén, la desconocida conversaba animada con el jefe de aquella estación sin nombre. Presa en el vagón, ella ignoraba a dónde se dirigía y, por mucho que se esforzaba, no recordaba haber comprado ningún maldito billete de tren. Se asomó una vez más a la ventanilla y agitó la mano, “Señor, señor…”, pero ni el jefe de estación ni la mujer de mediana edad, parecían escucharla. Percibió que el sol se retiraba por detrás de la fila de árboles y, resignada, cerró la ventanilla. Alborozado, aquel perro que le recordaba a Rulo acompañaba el traqueteo del tren, “cuidado con las ruedas, aléjate. Vuelve para el andén”.

Supuso que estaba soñando cuando escuchó el jadeo de alguien que respiraba con dificultad. ¿Quién era la persona que, a cada noche, parecía extinguirse un poco más? Oyó un gemido y el corazón se le paralizó. Primero sintió miedo, luego nostalgia y por último tristeza… ¿Quién es esa persona? “¡Qué alguien me hable, por favor, díganme algo, cualquier cosa!” Prestó atención y creyó oír el sonido monótono de un monitor de frecuencia cardíaca. Tuvo un presentimiento, “¡No, no puede ser!”.

Los árboles de la estación estaban floridos. Una mujer joven caminaba garbosamente por el andén, el rostro oculto por el ala de un sombrero de paja. Se fijó en el bolso marrón que llevaba colgado en bandolera, en los zapatos con falta de betún, en el collar de perlas de una sola vuelta y en el perro que correteaba a su lado. “Te conozco, sé que te conozco… y no te consigo recordar. Dime tu nombre o, al menos, muéstrame tu rostro. Por favor, preciso saber quién eres. ¡Por favor!” La joven del andén pareció oírla y levantó la cabeza, pero su mirada se perdió en algún horizonte que solo ella parecía ver. Entonces el jefe de estación apitó tres veces y, fatigosamente, el tren retomó su camino. Un anciano con uniforme de revisor entró en el vagón, “¿pensabas que ya no aparecería y te ibas a escaquear? Pues fallaste, corazón. Aquí me tienes. ¿No encuentras el billete? Búscalo en el bolsillo derecho de la falda. Siempre aparece en el bolsillo derecho. Menuda falta de imaginación que tenéis los…”, sin acabar la frase ni prestarle más atención, caminó cojeando hacia el fondo del vagón. “¿Señor, podría decirme a dónde va este tren? No se vaya… Señor… Respóndame.”

“La estamos perdiendo. Tenemos que entubarla.”

“¿A quién están perdiendo? ¿De quién son esas voces? ¿Por qué se paró el tren?” Alguien acarició su mano, tranquilizándola, después encendió una luz. Rostros desconocidos surgieron sobre su cabeza. “No consigo respirar. Aire, preciso de aire.” Sus miradas se encontraron en el fondo cristalino del espejo. “Soy yo. Siempre fui yo. Estoy sola. Yo soy la observadora. Yo soy la observada…” El miedo se disolvió y el tren reanudó la marcha. Ella cerró los ojos. Desde el lugar sin nombre en donde se encontraba, la observadora extendió el brazo. Delicadamente, sus dedos acariciaron la mano inerte de la anciana. “Tranquila”, susurró, “estamos juntas, toma mi mano, agárrate a mí…” Y ella se agarró.

El tiempo detuvo su andadura y el tren entró apitando en la estación. Su pitido le pareció un suspiro, el último, el suyo. Al verlo entrar, la joven del andén alisó la falda, colocó el bolso marrón sobre el hombro, acarició con la yema de los dedos el collar de perlas, observó con placer sus primeros zapatos de tacón y, con una sonrisa traviesa, se dirigió al perro que dormitaba a sus pies: “Levántate Rulo, vamos a recibirla”.

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Volver

Elecciones 1977

Temía volver, sí, lo temía. ¿A quién podría encontrar allí, a estas alturas de su vida, además de a sus recuerdos? ¿Quién, después de casi 40 años de ausencia, sería capaz de reconocerla?   

– ¿Me encontraré con la que un día he sido? ¿Seguiré siendo la misma en algún lugar de la memoria? ¿Vivirán mis amigos? ¿tropezaré con mi pasado? Eran tantas las preguntas que revoloteaban por su cabeza…

Dejó el cepillo de dientes sobre el mármol, enjuagó el rostro y, por primera vez en mucho tiempo, se miró al espejo. Por detrás del vaho matutino, entrevió un cuerpo joven tapado con una manta, quizás un capote, y sintió un escalofrío.

Agarrada al volante del camión vislumbró, por el pedazo de espejo que aún le restaba al retrovisor, la silueta de aquellas montañas que un día habían sido su hogar y, mientras veía cómo se alejaban, sintió una mirada de fuego clavada en la nuca, como si desease engancharla, como si no quisiera dejarla marchar.

– ¡Esos ojos!, pensó y, sin saber por qué, sollozó.

  Mientras, arriba, en lo más alto, un águila dibujaba espirales, una voz de otros tiempos le susurraba viejas canciones al oído y un mar oscuro y gris desplegaba olas dentro de sus entrañas.

Pasó la mano por el espejo, precisaba discernir mejor lo que ocurría allí dentro, pero una sombra resbaló sinuosa desde alguna esquina de la memoria y le apretó el corazón…

Era la misma sombra que envolvió las montañas y las borró del retrovisor. La misma sombra que la obligó a pisar con fuerza el acelerador, aunque el motor del camión refunfuñara. La misma sombra que la impelía a cruzar la frontera y escapar… porque precisaban subir en aquel barco de cualquier manera.

Pocos kilómetros antes de la frontera, notó que familias enteras caminaban pegadas a las laterales del camión: Madres con los hijos en los brazos o agarrados a sus faldas. Abuelos que arrastraban los pies ateridos de frío. Soldados maltrapillos que habían perdido la guerra y ahora se quedaban sin país.

Medio millón de españoles precisaron abandonar su tierra, después que se instauró la dictadura franquista. El espejo se oscureció por un instante y la joven con el capote sobre los hombros que dirigía un camión cargado de heridos se escondió en las sombras.

 – Ánimo, compañeros, mañana atravesaremos la frontera y de allí hasta La Rochelle es pan comido. Subiremos al barco y en un mes estaremos cantando mariachis y tomando tequila.

– Y subimos, vaya si subimos… Aquí estoy, pues, después de cuarenta años… preparando la maleta para volver.

Porque los días regresan; porque la historia puede repetirse. Sí, el tiempo juega a volver cuando las agujas del reloj confunden los caminos y el espejo nos devuelve, una y otra vez, las mismas voces y las mismas miradas, le insinuaba ese silencio conspicuo que se agazapaba dentro del ventrículo izquierdo de su corazón.

– Ya está bien, déjame ver el otro lado. Quiero saber si lo conseguimos. Preciso saber qué pasó. Tengo miedo, sí, lo confieso, pero también deseo volver.

Por detrás de las sombras, la sirena de un barco resquebrajó sus pensamientos. Y allí, en el silencio de su propia historia, masticó dientes y engulló exclamaciones, para que, en ningún momento, una palabra intempestiva suya interrumpiese lo que el silencio le deseaba decir. 

– Vuelve.  

Compró el pasaje de avión con la misma emoción con la que, 41 años antes, allá en su pueblo, votó por primera vez, aunque poco le duró la alegría. Se instaló en el asiento del pasillo con la misma ansiedad con la que, 38 años atrás, había subido en aquel barco que, junto a sus compañeros, la había transportado hasta la orilla de un mundo nuevo, un mundo que en un inicio no entendía, pero que con el tiempo había hecho suyo, un mundo del que ahora, de alguna manera, se despedía.  

– Iré contigo, abuela.

Llevaba casi dos años programando ese viaje y siempre encontraba algún motivo que, a última hora, la impedía ir. Era miedo y ella lo sabía, pero el tiempo de las excusas se había acabado. Precisaba volver antes del 15 de junio para depositar su voto, tal vez su último voto, en las primeras elecciones de una democracia que, tras 40 años de dictadura, daba sus primeros pasos. El resto no importaba.  

– Las últimas y las primeras, no puedo fallar, aseguró mientras apretaba la mano de su nieta y le pedía a la azafata que, por favor, le trajera un vaso de agua.

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