Aquellas Navidades

Hace muchos años, cuando era niña, la Navidad llegaba a mi pueblo despacio, a saltitos. En aquel tiempo no había trenes de alta velocidad. Recuerdo que, por las noches, me asomaba a la ventana, apretaba los ojos, clavaba la mirada en el infinito y forzaba la vista para ver si conseguía distinguir la estrella que, por las veredas del cielo, anunciaba la llegada de tan esperada fecha, pero el sueño me vencía antes de que la estrella de la Navidad iluminase mi habitación. Siempre tuve fascinación por ese universo infinito cuya mera presencia revela nuestra insignificancia. Sí, aunque no me lo hayas preguntado, te respondo, ya de niña me gustaba conversar con las estrellas. Sobre todo, cuando estaba triste.  

– Vamos hija, deja de hablar con las paredes y de explicarles a las musarañas los intricados misterios del universo y ayúdame a poner la mesa, que estoy muy atrasada con las cebollas rellenas y aún tengo que finalizar la sopa de marisco.

 – Vale, mamá, enseguida voy.

En aquella época, la niña que fui pensaba que las estrellas eran las palabras con las que el cielo conversaba con nosotros y, os juro, que en aquel tiempo las entendía. Pero con el paso de los años, aquellas palabras que en mi niñez me contaban cosas, se fueron borrando, hasta que, finalmente, un día las perdí entre la hojarasca seca de los otoños vividos.  

– ¿Es para hoy, hija?

– Un minuto, mamá, ya voy.

Un día, sin que yo lo percibiese, las palabras de las estrellas se disolvieron en la nada; se fundieron con las horas del reloj, esas horas que, primero, crecen y se multiplican hasta transformarse en semanas, meses, años… y después se precipitan y desaparecen. Entonces, descubrimos que la vida es el paréntesis de los días que ya no son y entendemos que los recuerdos son la sustancia con la que se construye el futuro.  

– ¿Qué vajilla pongo, mamá, la de la abuela?

Por detrás de los cristales veía como el viento barría esas hojas preñadas de días, sin que yo pudiese hacer nada por evitarlo. En aquella época, las mañanas amanecían entrelazadas a las noches como dos viejos amantes que desean permanecer abrazados para saberse vivos. También nosotros precisamos abrazarnos a los buenos recuerdos de la infancia, aunque a veces los tengamos que inventar, para conseguir dar un sentido a nuestra historia.   

– ¡Ya terminé, mamá!, ¿puedo bajar a jugar con la nieve?

¡Ah, aquellas mañanas de invierno!, con sus tejados de escarcha, sus aceras cubiertas de nieve y sus tentadores charcos congelados. Cómo disfrutábamos chapoteando en el hielo y el barro, protegidos por los chanclos de goma que vestíamos por encima de las zapatillas. Siento nostalgia, sí, para que me voy a engañar. Nostalgia de la pérgola que veía desde mi ventana. Nostalgia de los mofletes sonrosados y de las naricillas aplastadas contra el cristal que, como en los cromos, se repetían en las decenas de pequeños y asombrados rostros que decoraban tantas y tantas ventanas. Nostalgia de cuando escribía, con esa profunda seriedad que solo los niños consiguen tener, mi carta a los reyes magos.

– Mamá, ¿es verdad que los Reyes no existen? 

– Claro que existen, cariño. Viven en el corazón de la Navidad y, principalmente, en el corazón de los niños.

Hoy, en estas Navidades veraniegas de la otra orilla, añoro aquella infancia mágica en la que convivíamos con hadas, duendes, reyes magos… y todo era posible. Aquella infancia en la que cantábamos villancicos a pleno pulmón por las escaleras y entrabamos en las casas de los vecinos para comer turrón y pedir el aguinaldo. Aquella infancia en la que, ilusionados, escribíamos cartas a los reyes magos, pero después, mientras aguardábamos nerviosos que las respondieran en el programa de radio que tenían sus majestades, casi nos arrepentíamos de haberlas escrito, pues sabían todos los embrollos en los que nos habíamos metido a lo largo del año y, además, los contaban con pelos y señales. Esos Reyes nos conocían demasiado bien.

– Sí, mamá, ya sé que eran Magos.

Pero, aquí entre nosotros, sospecho que, en eso de vigilar a los niños, los Reyes Magos hacían outsourcing y la verdad sea dicha, siempre desconfié de que el perro que teníamos en el barrio trabajaba para ellos.

Dentro de mi imaginación de niña, el mundo era grande, el universo inmenso, y mi pueblo, infinito… principalmente en Navidad.

– Feliz Navidad para todos los amigos, los de ayer, los de hoy, los de aquí, los de allí y los de allende los mares… Por un 2024 repleto de paz, salud, amor y buenos momentos.

Esta entrada fue publicada en Uncategorized. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario