Tu Laberinto

Fue el silencio, 
¡lo juro!, 
quien pronunció tu nombre.
Yo mastiqué dientes, 
engullí exclamaciones,
pero no te nombré.
Extravié mis recuerdos
en alguna galaxia de tu cuerpo
y mientras tú paseabas 
los mares secos de mis caderas,
yo adentré la aridez de tu laberinto. 
Me volví silencio, al no encontrar 
Minotauro alguno a quien culpar.
Y para que ninguna  
palabra intempestiva mía, 
interrumpiese lo que mi silencio 
te deseaba decir, apreté los dientes.




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El zigzag del tiempo

Aquel día, llegué antes que él a nuestro encuentro. Normalmente era Pablo quien esperaba por mí y tuve un presentimiento, pero cuando, pocos minutos después, le vi doblar la esquina, mi corazón se tranquilizó. Luego percibí la tristeza que escondía su sonrisa y mi corazón se volvió a acelerar.

–  Me voy de España, Marta. El ministro le ha dicho a mi padre que debemos irnos antes de que las cosas empeoren. Yo no quería irme, no quería separarme de ti, pero a cada día que pasa, nuestra situación… ¡No te quiero perder!, sollozó, abrazándola.

Partieron de madrugada. Los primeros meses recibió cartas suyas, siempre con nombres falsos, desde Andorra, Toulouse, Orleans y París. Hubo unas semanas de silencio, hasta que un día el cartero le entregó una carta con el matasellos de Londres. En ella le decía que serían enviados a la embajada española de la capital mexicana. Después su silencio ensordecedor prevaleció sobre el atronar de las bombas lanzadas por la legión cóndor.      

Despertó inquieta, con el corazón acelerado. Había vuelto a soñar con el rugido de los motores de los caza-bombarderos y el estruendo de las bombas. La respiración acompasada de su marido que dormía a su lado la tranquilizó. Los años pasaban, pero la guerra regresaba, sistemáticamente, para invadir sus noches. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que perdió a quienes amaba? Años duros, en los que se le juntó la ausencia de su amor de juventud, con la muerte, primero de su hermano, y de su padre después.

Había llorado por ellos, por él, por ella. Había pasado hambre, miedo y el dolor de tantas ausencias… hasta que un día, durante la posguerra, enterró todo su pasado en un rincón del corazón y se volvió a enamorar. Ya no recordaba su rostro, ni sus manos, ni su voz… ¿Por qué motivo, entonces, aquella despedida regresaba una y otra vez a sus sueños?

Se levantó despacio para no incomodar al marido, que últimamente no andaba demasiado bien de salud y precisaba descansar. Antes de salir del cuarto, se paró a mirarle. Le preocupaba aquella tos insistente que parecía querer reventarle los pulmones. Era un buen compañero, un buen padre y un cariñoso abuelo. Hemos tenido una buena vida, pensó mientras cerraba la puerta con cuidado, para no despertarlo.

Ella no lo quería despertar y él no se despertó. Lo percibió un par de horas después, cuando le llevó el desayuno a la cama.

– Demasiadas pérdidas para una sola vida, le dijo a la imagen que el espejo le devolvía. 

– ¿Hablando sola de nuevo?, peguntó su hija desde el Hall, antes de cerrar la puerta.  

– No, bueno, sí. Cualquiera que me vea hablando con los fantasmas que habitan en el espejo pensará que estoy loca… Ay, hija, a veces el tiempo juega conmigo al escondite y yo me pierdo por todos esos años que he vivido y que, algunos días, insisten en volver. Discúlpame, cariño, creo que últimamente ando medio ñoña y sin ganas de fiestas ni de ir a ningún lugar.

 – ¿Qué intentas decirme, mamá? ¿Qué el sábado no acudirás al cumpleaños de tu nieto mayor?

 – ¡Entiéndelo!

–  Pues no, no lo entiendo. Explícamelo tú y no inventes, ni me vengas con la consabida excusa de que no tienes que ponerte. Ponte cualquier cosa, un poco de blush, un toque de barra de labios, una de tus preciosas sonrisas y ya está. Lo importante es que vengas. Sabes que eres la alegría de las fiestas, que los cumpleaños de los niños no son lo mismo cuando tú no estás, que te echan de menos, que nos tienes muy abandonados… Además, ya hace cuatro años que papá se fue, así que ya está más que en la hora de dejar el luto y disfrutar un poco. Parece mentira, mamá, con lo jaranera que eras. Estoy segura de que a papá le encantaría que volvieras a serlo.

– Es verdad, sonrió, con lo jaranera que era yo…  

Le dio la razón a su hija y por la tarde se fueron juntas de tiendas y de peluquería. A final de cuentas, llevaba demasiado tiempo de luto riguroso y ya estaba bien.

Volvió a dudar cuando su hija le comentó que, además de los de siempre, irían unos vecinos recientes que tenían un niño de la misma edad que los suyos.

– Te van a gustar, son muy simpáticos, vivieron muchos años fuera de España y hace algunos meses decidieron regresar.  

– Sí, pero a mí me cuesta conocer gente nueva, ya estoy mayor, hija, y a los mayores no nos agradan las novedades…

Llegó temprano para ayudar a su hija, después salió al jardín, se sentó en una poltrona y cerró los ojos. Un avión cruzó veloz el cielo vespertino, dos bombas estallaron en las cercanías y ella despertó asustada. Los nietos la miraban sin entender el motivo de su grito.

– Estaba soñando con un tiempo que no me quiere abandonar, por mucho que yo crea que ya lo he olvidado, pero no os preocupéis, era apenas un sueño.      

Su hija la llamó para que la ayudase a recibir a los invitados, por su temperamento alegre y acogedor, siempre se le dio bien el papel de anfitriona. 

– Acompaña a tu consuegra al jardín, que voy a recibir a los nuevos vecinos.

– Bienvenidos, veo que, finalmente, su padre se animó a venir.  

– Sí, nos costó convencerlo, pero aquí está. Desde que murió mamá, vive medio recluido, pero cuando le conté sobre su madre, inesperadamente, se animó.   

– Entonces, llamaré a mi madre para que lo introduzca en el grupo. Mamá, ven por favor. Mira, te presento a Pablo, acaba de llegar de México, así que invítalo a una copita de mezcal, para que se sienta en casa. 

– Me parece que hoy, Pablo preferirá brindar con cava, argumentó Marta con la mirada llena de asombro, la sonrisa radiante y el corazón acelerado

–  Efectivamente, Marta, un brindis para no perdernos nunca más, ratificó Pablo, con determinación, antes de abrir los brazos para recibirla.  

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Al otro lado del Andén

Confieso que no quise mirarlo, que evité dirigirle la palabra durante todo el tiempo en que permaneció allí, sentado en un banco, con las largas piernas encogidas y las manos dentro de los bolsillos de una roída chaqueta de lana azul. Preferí pasar desapercibida, lo confieso, pero no lo conseguí. ¿Por qué seré tan estúpida? ¿Por qué no me dirigí directamente a él cuando creí reconocerle?  

De cualquier manera, estoy casi segura de que no era él y, si lo fuera, dudo que me reconociera a mí, ¿por qué habría de hacerlo? ¿pasaron… cuántos… miles de años? Tal vez más. Sí, seguro que más.

Estábamos, al igual que hoy, en una estación, sentados con la mochila entre las piernas y la incertidumbre retratada en la mirada. No éramos los únicos, no, había más gente. El andén estaba lleno de prisas, de pasos, de pisadas. Apenas yo estaba sentada, comiéndome los dedos. Bueno, yo y él.  

– Estamos huyendo, me dijo.  

– Nosotros también, respondí yo.  

– ¿Jugamos a veo veo?

No nos dio tiempo, nuestros padres nos agarraron en volandas y, junto con maletas y bolsas, nos hicieron subir al vagón de un tren. Nos volvimos a encontrar al día siguiente en otra estación.       

– veo veo, me dijo a modo de saludo. 

– ¿A dónde vais?, le pregunté yo.  

– A otro país, me parece, mi padre dice que las cosas se van a poner feas por aquí.  

– Nosotros también, mi madre tiene un hermano que vive en no recuerdo dónde, pero muy lejos. ¿Qué ves?  

– Una cosa grande y gris. 

– La tristeza, le grité yo, mientras corría detrás de mi mamá.  

Vi que sus ojos se agrandaban, pero nunca llegué a saber si aquel gris que él veía era la tristeza, porque, cuando lo volví a cruzar, cinco estaciones después, los dos corríamos en direcciones opuestas, detrás de nuestras madres. Pero supongo que sí, supongo que a él como a mí, le entristecía tener que dejar su casa, sus amigos y su escuela.

¿Cuántos años pasaron desde aquel día? La vida entera. Tanto tiempo que, de aquella niña que fui, poco consigo recordar. Pero nunca me olvidé de la estación, ni de los ojos del niño que quería jugar a veo veo, ni de la sonrisa forzada dibujada en el rostro de nuestras madres, ni del mentón tenso de nuestros padres, con el cigarrillo asegurado entre los dientes y los puños apretados. Nunca me olvidé de aquella estación, porque fue allí, en aquel día, que nuestra vida cambió y nosotros, los niños, tuvimos que hacernos mayores, a la fuerza.

Le miró de nuevo. Él levantó la vista y la fijó en algún lugar o en ninguno, quién sabe en ella. Le pareció cansado, pero quiso creer que sus ojos aún chispeaban por detrás de las gafas.

 –  Sabe que lo estoy observando. Veo veo…

 – Veo muchos años de tristeza, de miedo, de soledad… Años escondidos, vagando de pueblo en pueblo. Mi padre cruzando las cañadas del Pirineo, por caminos de cabras, para llevar alimento, medicinas y armas a quienes preferían morir luchando a resignarse, o para ayudar a pasar a Francia a quienes, como nosotros, no podían vivir en su propio país. Veo como años más tarde recorrí, al lado de mi padre, esos mismos senderos, en sentido contrario. Ahora, para salvar a quienes al otro lado de la frontera española no tenían derecho a vivir… Veo la facilidad con que olvidamos, veo lo poco que hemos aprendido, veo que una y otra vez repetimos la misma historia, me respondió él con la mirada, desde el otro lado del andén.

– Yo veo todo el tiempo que pasó. Pasó una guerra civil entre hermanos, una guerra mundial entre parientes, una vida en un país de lengua extraña que tuve que aprender, una carrera, dos maridos, cuatro hijos, una jubilación, un olvidarme de todo y un volver… para ver de nuevo una cosa grande y gris, murmuré yo.

¿Qué será de estos niños que juegan entre los raíles de las guerras… qué verán ellos, a dónde irán?…

– Veo veo….

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Los dedos de la memoria

Los días se derriten entre los dedos de la memoria,
soy el agua que se desliza por los guijarros del camino,
el viento que, insistente, golpea la roca marinera,
el fuego que gime su pasión entre los maizales,
la tierra preñada que explota de vida en primavera. 
Soy el germen, la raíz, la mies… y el pan.,
la paloma que sueña ser gavilán,
la oruga que a la mariposa anhela,
la niña que, al acelerar el tiempo  
para ser mujer, sin querer, se vuelve anciana…
Los días se derriten entre los dedos de la memoria,
soy la estrella que anuncia un nuevo día,
el rocío que baña de plata la mañana,
el clamor de la lluvia en la ventana,
la caricia que se pierde…  
entre las hojas caídas del calendario.
¿Cuántos jueves se me han ido, sin haberlo notado?, 
¿cuántos miércoles fallecieron antes de nacer?, 
tengo un lunes atragantado en la garganta
un domingo haragán que se niega a vivir
y un sábado que sonríe antes de decirme adiós.
¿Dónde se me habrá escondido el martes? 
Estiro las manos para enlazar esos días
que se me derriten entre los dedos 
de la memoria… y me abrazo.

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Cuarto Grado

Un rayo rasgó la noche y la rama de un árbol que sombreaba la fachada de su casa. El trueno llegó algunos segundos después con su ronquido agreste, rudo y voraz.  Lo vio desde la ventana y, aunque sintió miedo, no consiguió despegar la nariz del cristal. Más allá del jardín, el cielo se vistió de rojo, bandadas de pájaros abandonaron apresuradamente sus nidos, las vacas mugieron angustiadas en el corral, las gallinas cacarearon de miedo en el gallinero, el perro aulló apesadumbrado y el burro rebuznó pidiendo ayuda. Su corazón se apretó con el sonido agudo del teléfono. 
– Hola, ¿quién es, dígame? 
– ¡Fuego!, respondió una voz trémula al otro lado, ¡salid de ahí!  
No recordaba nada más. Con certeza había perdido la conciencia. No sabía cómo había llegado a aquel lugar, ni quieres eran las personas que susurraban y parecían hacerle compañía. Intentó rememorar sus últimos pasos, evocar los últimos acontecimientos vividos, examinar los rostros de las personas que circulaban a su alrededor. Una niebla blanquecina le cubría la mirada, la cabeza le daba vueltas y ella se sintió caer dentro de un pozo profundo, obscuro, vacío y sin fin. La voz de su hijo parecía emanar de las paredes.   
– Tiene el sueño pesado, oyó que decía una voz.  
– Provocado por la morfina, susurró una segunda voz
 – Debe ser difícil percibirse dentro de ese limbo, escuchó decir a quien había hablado primero.
¿En el Limbo? ¿Morfina?  ¿Qué rayos de Limbo será ese en el que dicen que estoy? Debe ser esta niebla que me impide ver lo que hay a un palmo de mis narices. Volvió a oír la voz de su hijo llamándola. 
– ¿Mamá, en dónde estás?, pero sus palabras se mezclaban con las pronunciadas por los habitantes de ese tal Limbo, del que nunca antes había oído hablar, y no lograba entender el final de la frase.
Hacía tiempo que no pensaba en él, por eso le extrañó oír su voz. Quiso mirar, pero un viento frío, que llegaba de no sabía dónde, la obligó a cerrar los ojos y a entrar de nuevo en la niebla, de nuevo en la obscuridad.  
 – ¿En dónde estás? Continúa hablando, por favor, guíame con tus palabras, llévame hasta dónde estés.  
–  Está muy agitada, comentó la primera voz. Tal vez convenga amarrarla a la cama para que no se golpee los brazos y los lesione todavía más. 
– Casi mejor, respondió una nueva voz, pues estamos saturados. No paran de llegar heridos con quemaduras de gravedad. El incendio se extendió rápidamente y alcanzó a mucha gente mientras huía. 
– ¿Mis brazos? ¿Incendio? ¿Qué les pasa a mis brazos? ¿De qué incendio hablan?  Hijo, dime en dónde estás, dime en dónde estoy.
El fuego lamió el césped del jardín antes de que ella consiguiese raciocinar, carbonizó las cortinas de la sala antes de que lograse colgar el teléfono e inundó la cocina antes de que ella alcanzase la escalera para avisar a los que arriba dormían. Se vio corriendo sin dirección, dando traspiés y llamando a los que ya no la podían escuchar. 
Primero explotó la ventana de la sala, aquella por la que ella había estado mirando sin ver, después la ventana del comedor y a seguir la de su despacho. Los cristales parecían afiladas cuchillas que, tras un corto vuelo, se incrustaban en el cuerpo de la tierra, dilacerándolo. Cuando la bombona de gas explotó, una nube negra escapó por el tejado de la casa y una lluvia de tejas y pedruscos le golpeó directo en el ánimo, en el corazón y en la espalda. Se desplomó mientras pensaba que todavía corría. Antes de caer, vio que el gato del vecino huía en dirección al río y, por un segundo, pensó en la posibilidad de seguirle.      
Un viejo pastor que, junto a otros voluntarios, ayudaba a controlar el incendio que se extendía por pastos y laderas, diezmaba los extensos bosques de abedules y pinares y amenazaba llegar hasta las aldeas circundantes, arrasando las casas, incluso la de su familia, la había encontrado casi sin vida cerca de un riachuelo. Tenía más del 70 por ciento del cuerpo quemado y en su delirio gemía por su hijo. Le costó cargarla en los brazos. A unos metros, una pequeña cabrita con ojos de bambi, le observaba. Decidió salvarla también.  
La cabrita le lamió la cara y ella abrió los ojos. Por la ventana entraba la luz del medio día. Una enfermera, colocaba una inyección de no sabía el qué, en la bolsa de suero que estaba colgada a un lado de la cama. Abrió la boca, para avisar que había una cabra dentro del pozo, pero no consiguió emitir ningún sonido.  
– Parece que quiere decirnos algo. Así que vuelva en sí, tenemos que hablar con ella. Precisamos saber quién es, para avisar a su familia. No llevaba ningún documento cuando el pastor la encontró.    
– Dudo que consigamos conversar con ella. No creo que llegue a mañana. 
– Por eso, precisamos, aún más, saber quién es.
No sabía que vestir. Se miraba al espejo y no se reconocía. Su hijo correteaba a su alrededor y la apresuraba. 
– Vamos, mamá, acelera, que mis amigos te quieren conocer.
Sí, había encontrado a su pequeño acurrucado encima de una portezuela que había en lo más profundo de aquel pozo obscuro y vacío en el que había caído. Finalmente estaban juntos y juntos abrieron la trampilla, cruzaron al otro lado y, sin saber cómo, llegaron al jardín de su casa. Aún tenía cicatrices en los brazos, en las piernas y en la espalda. Pero ahora, al menos, ya no escuchaba ninguna voz. 

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Tormenta

Avermelha-se o céu entardecente, 
para que a noite renasça ao outro lado da janela.
Batem assas em direção aos ninhos,
desabrocham notívagos rumores
e a noite se incendeia. 
Grudo, então, meus olhos no cristal,
ouço o vento a açoitar as folhas,
um raio rasga a escuridão,
as nuvens choram sobre os telhados
e, na alvorada, um trovão estoura.  
Percebo o calafrio da imperial palmeira,  
aqueço meu corpo com meus próprios braços,
deixo-me vagar por mundos intangíveis...
e, porque o ocaso me serena, 
adormeço. 



Enrojece el cielo atardecido,
para que la noche renazca frente a la vidriera.
Revuelan las alas en dirección al nido,
desabrochan noctívagos rumores,
y la noche se incinera.
Fijo, entonces, la mirada en el cristal,
escucho como el viento silva entre las hojas,
un rayo rasga la oscuridad,
las nubes lloran sobre los tejados
e, a la alborada, un trueno detona.   
Percibo el escalofrío de la imperial palmera,
caliento mi cuerpo con mis propios brazos,
deambulo por mundo intangibles…
y, porque el ocaso me serena,
adormezco. 




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No me viste

No me viste,
me vestí de orvallo y no me viste,
me vestí de viento y no me viste,
me vestí de fuego y no me viste,
me vestí de sueño y no me viste.
No me viste cuando acaricié tu mano,
no me viste cuando dibujé tu sonrisa,
no me viste cuando me asomé a tus ojos,
no me viste cuando te desperté en mí.
Y porque no me viste,
me desnudé de esta tierra arcillosa que me compone,  
y regresé a los caminos que circulan más allá del tiempo.


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La noche que el cielo se abrió

Pensé que alguien, dentro de mi sueño, golpeaba la puerta y seguí durmiendo. El sonido de la lluvia contra los cristales me acunaba. Era difícil despertar. Pero el ruido fue creciendo y los susurros se volvieron gritos. Despierta, dijo una voz, la montaña se viene abajo. No me dio tiempo. Un sunami de agua y barro se apoderó de mi cuerpo, me arrebató de los que me amaban, Ahora fluctúo en el vacío, a veces me hundo, a veces tropiezo con otros cuerpos. Somos muchos los que vagamos perdidos en esta tempestad. Observo a los vivos y los veo como en una película. Casi no recuerdo quién fui, pero todavía añoro los hijos perdidos, siento en la boca, que ya no tengo, el sabor del barro y tengo pena de los que como yo se ven arrastrados por la lluvia, hundidos en el barro, golpeados por las piedras y olvidados por las autoridades. No quiero temporizar con el ninguneo con que nos tratan los que se acostumbraron a hacer uso del poder. Pero, año tras año, nos toca revivir esta Crónica de una muerte anunciada.

Me desperté asustada. Oigo ruidos a mi alrededor. Temo abrir los ojos. Un pequeño pájaro revolotea despavorido por la penumbra de la habitación en busca de una salida. Me levanto y abro la ventana. Él huye de mí, tropieza con las paredes, después percibe la ventana abierta, extiende las alas y vuela hacía el amanecer. Afuera huele a lluvia, entonces mi sueño regresa nítido, el miedo me invade de nuevo, un relámpago araña el cielo, el rugir del trueno no demora en llegar y yo cierro la ventana.

El olor a café me despeja los últimos sopores de la noche. La casa comienza a despertar. Caliento un pedazo de pan, frio un par de huevos, llevo la cafetera a la mesa, busco los periódicos que, como todas las mañanas están en el felpudo, al otro lado de la puerta, y me siento a desayunar. Noto que están húmedos y que la tinta se queda adherida a mis dedos, pero la imagen del pequeño pájaro que me sacó de un mal sueño aún revolotea dentro de mi cabeza y me hace sonreír. Antes de dar el primer sorbo al café, deseo fervientemente que haya tenido un feliz vuelo hasta su nido. Después abro el periódico.

Odio cuando mis pesadillas se convierten en realidad. La noche se llevó familias enteras. Como en mi sueño, decenas de personas se volvieron barro. Dudo que ese limo esté hecho de la misma sustancia que el Barro Primigenio del que habla la Biblia. Algunas personas nunca regresarán y sus cuerpos se enraizarán con la tierra: Una nena llora y le pide perdón a su madre porque nunca más la verá. Sin saber qué otra cosa puede hacer, la gente se para a ver como el fango la va engullendo.  Algunos cuerpos serán devueltos por ese mismo agua que los devoró: el joven que temía llegar tarde en su primer día de trabajo atravesó la calle y fue arrastrado por la riada. Las aguas depositaron su cuerpo en el arroyo de un pueblo vecino, para que sus padres le pudiesen despedir. La abuela, que salió a comprar un regalo para su primera bisnieta, arrancó el coche en la peor de las horas y se quedó acorralada por las aguas y los residuos que fluctuaban en la avenida. El miedo fue más fuerte que su corazón.

Lanzo el periódico lo más lejos que puedo, como si fuese el culpable. Un rayo se asoma a la ventana con descaro. La luz se apaga, la noche regresa y el día se olvida que ya amaneció. Voces angustiadas pronuncian mi nombre, puños nerviosos golpean mi puerta, oigo gritos. Apresúrate, los escucho decir, la montaña se viene abajo. Corro, después pienso que mi bebé duerme tranquilo en su cuna y vuelvo a entrar… un sunami de agua y barro se apodera de mi cuerpo… ya no recuerdo quién fui, pero todavía añoro los hijos perdidos.

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La memoria de mi piel

Sus dedos sobre mi piel escribieron memorias,
poesías que el tiempo del olvido van borrando.
¿De quién será el rostro que me observa 
desde el otro lado del espejo?
La porcelana de mi piel se marchita,
los días palidecen dentro de mis recuerdos,
letras sueltas bailan en el techo de la habitación.
¿En dónde se habrá escondido la flor de los almendros?
A veces, la memoria de mi piel invade mis noches,
se infiltra por las entrelíneas de mi sueño,
muerde los días, araña el tiempo,
enerva las olas…
¿Qué tiempo es ese que se lleva las olas,
marchita los días, aletarga la memoria,
esculpe cicatrices y nos muerde el alma? 
¿De quién son los ojos que, 
desde las sombras, me contemplan? 
¿Quién eres?, 
le pregunto a ese tiempo burlón que me observa. 
¿Y tú, quién deseas ser?, 
me replica él desde el espejo.
Soy lo que soy, le respondo
Soy lo que fuiste, me revela.
A veces, los días palidecen dentro de mis recuerdos,
para que sus dedos escriban memorias sobre mi piel.



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La noche del fin del mundo

Llevaba tantas horas sin dormir que, por mucho que se esforzase, sus ojos insistían en cerrarse. Estaba muy cansada y los párpados le pesaban como si fueran de acero, pero tenía que mantenerse despierta. Su hermano precisaba saber que ella estaba allí, viva, protegiéndolo. Pasó el brazo que tenía libre por encima de la cabeza del muchacho y con su voz suave y pausada le explicó que le iba a relatar algunos sucesos ocurridos durante La noche del fin del mundo, pero que no se preocupase porque eran inventados. 

Qué extraña es la vida, comentó esa nena que está tendida unos metros por debajo de nosotros. Aunque, la verdad es que ella, así como yo, duda que Vida sea la palabra más adecuada para definir la situación que estamos sufriendo. No reconocí su voz y me pregunté de dónde habría venido. Decidí que era la nieta de nuestros vecinos del segundo: Érase una niña que había viajado con sus padres hasta la ciudad en la que residían sus abuelos. Hacía tiempo que no los veían y su madre quería presentarles el benjamín de la familia. No había sido un viaje largo, sus abuelos vivían en una ciudad cercana a la de ellos. Apenas dos horas, que a ella le parecieron una eternidad… Cuando llegaron, dos minutos bastaron para derruir el mundo en que vivían y transformarlo en oscuridad y despojos.

Sí, cariño, ya lo sé, ha sido un cuento breve y triste, pero en esta postura que estoy no consigo imaginar nada mejor. No logro mover las piernas, ¿sabes? y me parece que hay una señora no muy lejos de nosotros que tampoco las consigue mover. Todo por culpa de unas vigas y de algunas toneladas de escombros que le cayeron encima. Si al final nosotros no estamos tan mal. Mira, la pobre intenta erguir la cabeza, sin conseguirlo. Ahora se apoya en los antebrazos, muerde las mandíbulas, gime y, finalmente, se yergue. Cuando lo consigue, aprieta los ojos y busca a sus hijos, pero el polvo y la oscuridad le impiden ver, entonces reza. Nosotros también deberíamos rezar, ¿no te parece?

Ya, no me digas nada, tampoco te gustó. Intentaré esforzarme un poco más. A ver qué me sale: Érase una vez una chica que escuchaba la decisión de su padre con la cabeza baja y la mandíbula apretada. Su boda, que había sido pactada el mismo día en el que había nacido, se celebraría antes de que acabase el año. Ella siempre había respetado las órdenes de su padre, siempre. Pero casarse era lo último que deseaba. Quería estudiar, ir a la universidad, ser abogada, entender de leyes, conocerlas… y modificarlas. Antes muerta, le gritó. Prefiero que me trague la tierra. Cuando el edificio en donde vivían comenzó a trepidar, segundos antes de desmoronarse, su padre la miró y lloró.

Vale, tampoco fue de tu agrado. Te voy a contar otro, presta atención y dime qué te parece: Era su primer hijo y estaba nerviosa. Había entrado en trabajo de parto, antes incluso de llegar al hospital. Ni ella ni su marido habían querido saber si nacería un varón o una hembra, que sea lo que Dios quiera, decía ella, mientras rezaba para que fuese un hombrecito. Fue una nena, pero no llegó a saberlo porque el mundo se derrumbó sobre ellas antes de que el obstetra pudiese cortar el cordón umbilical.

Tienes razón, lo sé, pero saber que me escuchas me da fuerzas y las horas pasan más rápido. Mira, aún falta mucho para la alborada, así que te voy a contar lo que le ocurrió a una mujer que no podía dormir: Se levantó con cuidado para no despertarlo. Aquella noche habían vuelto a discutir y ella no conseguía dormir. Ensayaba la mejor manera de anunciarle que habían terminado, buscaba las palabras adecuadas, la entonación cierta. No quería exasperarlo. Decirle adiós era la mejor solución, estaba segura. Ella caminaba inquieta de un lado al otro de la sala, él dormía plácidamente. Estaba tan desasosegada que no percibió el vaivén de la lámpara y, aún menos, que el suelo se abría bajo sus pies para engullirla.

No te enfades conmigo, no ahora. Ya sé que son historias tristes, vale, horripilantes. También sé que a ti te gustan los finales tradicionales como ese que dice y fueron felices y comieron perdices. Pero es que me estoy inspirando en las personas que están soterradas aquí a nuestro lado, muy cerca de nosotros, debajo del montón de escombros en que se transformó nuestra ciudad, o tragados por la tierra mientras recorrían los caminos, como le sucedió a esta familia de labradores:  Viajaban en el mismo carromato en el que, todos los sábados al amanecer, su padre bajaba al mercado las hortalizas del pequeño huerto que tenían y los quesos que hacía su madre. Partieron alegres, el domingo celebrarían las bodas de oro de los abuelos y toda la familia se reuniría para celebrarlo. La mula fue la primera en sentir el temblor de la tierra bajo sus patas.

¿Qué pasó?, ah, vale, de acuerdo, sí así lo quieres, termino. Prometo que éste será el último. Además, ya está amaneciendo. Se oyen ladridos, ¿verdad que se oyen? Sabías que la vecina recién casada del cuarto, también los escuchó:  Se despertó al oír el aullido de un perro e inconscientemente abrazó a su marido, enseguida la lámpara del techo trepidó, la cama se sacudió, el mundo tembló y la vida se les vino abajo. Ahora sus cuerpos están desmantelados sobre los destrozos de lo que hasta hace unos minutos era su hogar.

Escucha, estos ladridos son diferentes. Vienen de arriba, de la superficie, ¿los oyes? ¡Estamos aquí! ¡Debajo de las vigas! ¡Óiganme! Yo los oigo hablar. ¿No me oyen ustedes? Por favor, continúen sacando los escombros. No se desanimen, que a mí ya se me han acabado todas las historias y no sé cuánto tiempo más conseguiremos resistir. Estamos muy cansados y… Justo entonces, entre los hierros, surgió el hocico húmedo de un hermoso pastor alemán… Este sí es un final de los que a ti te gustan, ¿no es verdad hermano?      

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