La otra cara del amanecer

Hace días que no amanece. He perdido la cuenta. Me he asomado a la ventana, pero una sombra cubre el paisaje. ¡Qué difícil es vivir en esta oscuridad! La vecina me llama por el hueco de la escalera. Grita mi nombre. Yo no me atrevo a abrir la puerta. Escucho ruido de tiros, de sirenas, gritos… La noche entra por la ventana, se disuelve sobre el tapizado del sofá, se desliza por las baldosas, se enreda a mi piel… y me roza con su manto impregnado de hiel y de miedo.    

Un rayo ilumina el cielo por unos instantes y pocos segundos después el estruendo de un trueno sacude las paredes de mi habitación. Instintivamente, me escondo. Después siento vergüenza de mí misma y con mucho sigilo, me acerco al balcón. Una sombra se oculta entre los árboles que viven al otro lado de la ventana. Un viento feroz cabalga sobre las ramas de la Sibipiruna, las mutila y destruye el nido del zorzal que mora en el jardín. Después arranca los tejados, derriba los postes de luz y la noche crece y se hace señora del lugar.

No se ven los ojos de las casas guiñando las señas de los enamorados. Por eso, cierro los míos y me dejo arrastrar por el ensueño. Mis huesos se hunden en el colchón de lana de mi cuarto de niña, crujen asustados antes de deshacerse y sumir por la tubería que nos llevará al limbo de la inexistencia. Su sonido asusta al petirrojo que duerme en una esquina de mi cama. A veces siento nostalgia de un tiempo que no llegué a vivir, y revuelvo los baúles de la memoria en busca de algún sombrero, de un miriñaque o de una pluma de avestruz.

Cualquier tiempo pasado no fue mejor, me asegura la voz que vive dentro de mi cabeza. ¡Escucha la voz de la conciencia!, me grita el padre Gregorio desde el confesionario. Me hago la sorda y el petirrojo que habita en la esquina de mi cama me mira. He oído decir que mi pequeño pajarito es un símbolo de amor y protección, pero cuando escucho los gritos de la calle, percibo el aletear del miedo sobre los tejados y mastico el hambre que zapatea las callejuelas, dudo que él no tenga el mismo temor que siento yo.

Se agita la noche, las paredes me oprimen, tengo la garganta seca, deseo levantarme, pero no me puedo mover. Presto atención. Afuera, el viento silva entre las ramas de los árboles. Dentro, intuyo suspiros, lágrimas ahogadas, conversaciones en voz baja.

Percibo que el viento cabalga sobre las ramas del tiempo. Las agujas del reloj del Ayuntamiento sonríen. Un viento huracanado me eleva por encima de las crestas rocosas de las montañas de mi infancia. Sobrevuelo un horizonte de casas y tejados, un águila real me acompaña. Pairo tranquila sobre mi jardín. Las gallinas de mi abuela paran de ciscar el césped y me miran. Una sutil fragancia a dalia invade mis narinas. La nostalgia ya no enturbia mi visión. La vida pasa y yo agradezco. Recojo mis primeras flores: un manojillo de violetas. Aspiro su perfume y me dejo invadir por un profundo sentimiento de ternura.

Al otro lado, continúa la tormenta, la oscuridad, el miedo… La noche se hace eterna. Los árboles crujen, elevan sus ramas para recibir el azote del viento y, enseguida, caen. Pero ya no escucho sus gritos. Las voces se callan y yo me tranquilizo. El silencio está lleno de murmullos. Una lágrima rueda solitaria. Un gemido se prende en la garganta.

Yo consigo ver lo que otros no perciben, intuyo lo que antes no podía discernir. Me despido con un hasta luego y una puerta se abre en la pared. Atravieso.

Cálidas miradas me observan, un perfume a gardenia invade la habitación y el miedo desaparece porque ahora sé que, finalmente, amaneceré en mi jardín.

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