El último tren

Viajeros al tren, gritó el jefe de estación y ella obedeció. Subió sola, casi vacía de equipaje. Encontró su compartimento con facilidad y se sentó en el asiento que marcaba el billete que no recordaba haber comprado. No se cruzó con nadie por el pasillo. Aparentemente, aquel tren de madera, como los de su infancia, tenía un único pasajero: ella. A la anciana la vio cuando intentó abrir la ventanilla. Levantó la mano, porque creyó reconocerla, pero la bajó antes de completar el saludo. Como ella, la anciana estaba sola, sentada en un banco de la estación, la mano derecha cubriéndole el rostro. Se fijó en el paraguas apoyado en el respaldo, en el bolso de cuero marrón en el suelo al lado de los pies, en los zapatos viejos con falta de betún… y continuó sin reconocerla. También percibió el perro que rondaba cabizbajo por el andén y se acordó del día en que su familia había adoptado a Rulo, aquel viejo guardián, peludo y cariñoso, que tantas veces, cuando niña, le lamiera las heridas. Tal vez para ayudarla, el sol se abrió paso entre las nubes y rezumó su luz sobre la copa de unos árboles cercanos. El verde le pareció aún más verde, “tan verde y brillante que llega a cegar”, pensó, mientras, al igual que la anciana sentada en un banco del andén, colocaba la mano a modo de visera. El tren estaba a punto de partir y en el banco del andén ya no había nadie. La mujer se había levantado y recogido sus pertrechos sin que ella se diese cuenta. El perro también se había ido. Hasta el rayo del sol límpido y brillante se había escondido detrás de una nube. Ahora el verde de los árboles le parecía oscuro, opaco y triste. Posó la vista en la vieja casucha que servía de estación y sintió un respigo. Después observó el andén casi desierto. Apenas el jefe de estación, aquel tren vacío… y ella. ¿Qué mierda estaba haciendo allí? ¿Qué lugar era ese? ¿Quién era aquella vieja que creyó reconocer? ¿Dónde coño estaba? “Señor”, gritó, pero el jefe de estación no parecía oírla.

Despertó angustiada, con el corazón desbocado, las manos trémulas, y el cuerpo empapado en sudor. Sintió una respiración acompasada y se sobresaltó todavía más. Alguien dormía a su lado y no sabía quién era. Intentó incorporarse, pero, a pesar del esfuerzo realizado, su cuerpo no se movió. Estaba pegada, cosida al colchón. Quiso gritar, pedir ayuda, quién sabe algún vecino insomne lograse oírla. “Socorro”, pensó sin que de su boca brotase cualquier murmullo… Intentó levantar una mano, despegar un dedo, pero su cuerpo se negaba a obedecer. No sabía qué hacer, tenía miedo y no sabía qué hacer. La persona a su lado se había movido ligeramente, “ella puede moverse y respirar. Es ella quien respira. ¡Dios mío, no oigo mi respiración! ¡No consigo respirar! ¡Socorro, por favor, que alguien me escuche!”.

Cuando el tren paró, permaneció sentada con la cara apoyada en la ventanilla y la mirada perdida en un paisaje que le parecía siempre igual. Contaba los árboles, como quien cuenta ovejas antes de dormir. Entonces la vio. “Es la misma estación, el mismo andén, el mismo banco y la misma mujer”, se dijo a sí misma. Observó sus zapatos con falta de betún, la bolsa marrón en el suelo, al lado de los pies, la falda de algodón grueso, tal vez de lana, la blusa abrochada hasta el cuello… Un ligero desasosiego en la boca del estómago le decía que la conocía. Buscó dentro de la memoria, escudriñó todos sus rincones, estrujó hasta el último pensamiento… pero no la reconoció. Le extrañó verla más joven que en la estación anterior… y algo más triste. Durante unos segundos sus miradas se encontraron y creyó recordar alguna cosa, pero enseguida el jefe de estación tocó el silbato y, renqueando, el tren echó a andar. “Pare el tren, quiero bajar”, gritó. “Preciso hablar con aquella señora, ¡pare!” El ladrido de un perro, en el andén, le recordó a Rulo, el viejo can de guardia que tantas veces, cuando niña, le lamiera las heridas y los miedos. Quiso abrir la ventanilla, sacar la cabeza, pedir ayuda… No había nadie más en el vagón, solo ella. “¡Estoy sola!, tiene que haber alguien. ¿Dónde está el revisor? ¡Paren el tren que quiero bajar!” Las luces del vagón se apagaron y el tren entró veloz en la tenebrosa oscuridad de un túnel.

No conseguía respirar. Había sido engullida por una animal hambriento y feroz. La oscuridad era absoluta y no conseguía respirar. Estaba amordazada. Tenía miedo. Por mucho que se esforzaba no lograba ver en donde estaba. Su entorno era negro, abetunado, caliente y húmedo. Creyó escuchar un jadeo desacompasado, pero allí no había nadie. Estaba sola. Sola dentro de un túnel sin salida ni final… Prestó atención y de nuevo oyó una respiración pesada, agitada e irregular, “me estoy hundiendo, por favor que alguien encienda la luz”.

Escuchó los ladridos antes de que el tren llegase a la estación y abrió la ventanilla. Una mujer de mediana edad caminaba decidida por el andén. Se fijó en la bolsa de cuero marrón que llevaba colgada del hombro derecho, en la blusa con todos los botones abrochados, en el collar de perlas, que creyó reconocer, y en los zapatos con falta de betún. Tuvo un presentimiento y forzó la vista para verla mejor, pero el ladrido del perro distrajo su atención y olvidó lo que estaba mirando. En el andén, la desconocida conversaba animada con el jefe de aquella estación sin nombre. Presa en el vagón, ella ignoraba a dónde se dirigía y, por mucho que se esforzaba, no recordaba haber comprado ningún maldito billete de tren. Se asomó una vez más a la ventanilla y agitó la mano, “Señor, señor…”, pero ni el jefe de estación ni la mujer de mediana edad, parecían escucharla. Percibió que el sol se retiraba por detrás de la fila de árboles y, resignada, cerró la ventanilla. Alborozado, aquel perro que le recordaba a Rulo acompañaba el traqueteo del tren, “cuidado con las ruedas, aléjate. Vuelve para el andén”.

Supuso que estaba soñando cuando escuchó el jadeo de alguien que respiraba con dificultad. ¿Quién era la persona que, a cada noche, parecía extinguirse un poco más? Oyó un gemido y el corazón se le paralizó. Primero sintió miedo, luego nostalgia y por último tristeza… ¿Quién es esa persona? “¡Qué alguien me hable, por favor, díganme algo, cualquier cosa!” Prestó atención y creyó oír el sonido monótono de un monitor de frecuencia cardíaca. Tuvo un presentimiento, “¡No, no puede ser!”.

Los árboles de la estación estaban floridos. Una mujer joven caminaba garbosamente por el andén, el rostro oculto por el ala de un sombrero de paja. Se fijó en el bolso marrón que llevaba colgado en bandolera, en los zapatos con falta de betún, en el collar de perlas de una sola vuelta y en el perro que correteaba a su lado. “Te conozco, sé que te conozco… y no te consigo recordar. Dime tu nombre o, al menos, muéstrame tu rostro. Por favor, preciso saber quién eres. ¡Por favor!” La joven del andén pareció oírla y levantó la cabeza, pero su mirada se perdió en algún horizonte que solo ella parecía ver. Entonces el jefe de estación apitó tres veces y, fatigosamente, el tren retomó su camino. Un anciano con uniforme de revisor entró en el vagón, “¿pensabas que ya no aparecería y te ibas a escaquear? Pues fallaste, corazón. Aquí me tienes. ¿No encuentras el billete? Búscalo en el bolsillo derecho de la falda. Siempre aparece en el bolsillo derecho. Menuda falta de imaginación que tenéis los…”, sin acabar la frase ni prestarle más atención, caminó cojeando hacia el fondo del vagón. “¿Señor, podría decirme a dónde va este tren? No se vaya… Señor… Respóndame.”

“La estamos perdiendo. Tenemos que entubarla.”

“¿A quién están perdiendo? ¿De quién son esas voces? ¿Por qué se paró el tren?” Alguien acarició su mano, tranquilizándola, después encendió una luz. Rostros desconocidos surgieron sobre su cabeza. “No consigo respirar. Aire, preciso de aire.” Sus miradas se encontraron en el fondo cristalino del espejo. “Soy yo. Siempre fui yo. Estoy sola. Yo soy la observadora. Yo soy la observada…” El miedo se disolvió y el tren reanudó la marcha. Ella cerró los ojos. Desde el lugar sin nombre en donde se encontraba, la observadora extendió el brazo. Delicadamente, sus dedos acariciaron la mano inerte de la anciana. “Tranquila”, susurró, “estamos juntas, toma mi mano, agárrate a mí…” Y ella se agarró.

El tiempo detuvo su andadura y el tren entró apitando en la estación. Su pitido le pareció un suspiro, el último, el suyo. Al verlo entrar, la joven del andén alisó la falda, colocó el bolso marrón sobre el hombro, acarició con la yema de los dedos el collar de perlas, observó con placer sus primeros zapatos de tacón y, con una sonrisa traviesa, se dirigió al perro que dormitaba a sus pies: “Levántate Rulo, vamos a recibirla”.

Esta entrada fue publicada en Uncategorized. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario