Gorriones en la habitación

Las ideas iban y venían, como pequeños gorriones revoloteando por el techo de la habitación, sin conseguir fijarse en ningún lugar de su memoria. Estiró el brazo para alcanzarlas, pero cuando ya casi las tenía en la palma de su mano, se le escapaban por entre los dedos y volaban veloces hasta la lámpara de cristal. Desde allí, la miraban y susurraban. Creo que, incluso, se reían de ella. 

– ¿A qué no nos encuentras?, parecían decirle.

Entonces, ella cerraba los ojos con fuerza, se retiraba a su pequeña caverna solitaria y, dentro de su imaginación, creaba mundos, viajaba en el tiempo o vivía los amores y aventuras que jamás había vivido en la vida real. 

– ¿Vida real? ¿Qué entiendes por vida real?

A veces, se asomaba a la ventana para observar a las personas que deambulaban por el jardín o para ver cómo los niños jugaban al escondite, saltaban a la cuerda o daban patadas a un balón.

– ¿Será que alguien se asoma a una ventana para verme a mí?

 – ¡Qué oscuridad, por Dios!, comentó la mujer que, de vez en cuando, entraba a su cuarto para llevarle algo de comer o preguntarle si estaba bien. Vamos a abrir la ventana para que el sol nos ilumine un poco… no sé cómo consigues vivir en tamaña penumbra.

Aquella entrometida se inmiscuía en asuntos que no eran de su incumbencia. ¿Qué más le daba si había mucha o poca luz? No percibía que el exceso de luz la cegaba. No veía que, como si de una bilis gelatinosa se tratase, la ansiedad se le enroscaba al cuerpo y, una vez instalada en las entrañas, se transformaba en un monstruo, feroz e inhumano, que la carcomía por dentro. No sabía que, en esos momentos, era incapaz de reaccionar, de pensar, de …

 – ¿Quién eres? ¿Cómo lograste entrar en mi casa? ¿Quién te dio la llave? ¿Dónde está María? ¡María!

Corrió hacia la puerta del cuarto, la traspasó y permaneció allí, quieta, ensimismada, ausente, sin saber hacia dónde ir. María llegó apresurada y ella sonrió.   

– Estoy perdida, María. Oigo voces que me llaman, pero cuando abro los ojos, no veo a nadie y no sé lo que debo hacer.

 – No te preocupes. Ven, siéntate a mi lado y cuéntame lo que te dicen esas voces. Dime lo primero que te venga a la mente.     

– Me preguntan quién soy yo, María. ¿Lo sabes tú?  Y tú, ¿quién eres tú?  ¿Existes o también vas a desaparecer cuando yo abra los ojos? Ah, si no me doliera tanto lo vivido, sería más fácil recordar y las palabras no huirían de mí.  

– ¿Cómo te puede doler lo que no recuerdas? 

– ¿Entonces, si no me duele, por qué lo he olvidado?

María se había encariñado de esa mujer menuda y triste que parecía vivir agazapada dentro del propio miedo, pero que, al mismo tiempo, irradiaba una energía seductora difícil de explicar. La había encontrado un anochecer caminando sin rumbo y, sin pensarlo dos veces, la había llevado a la clínica donde trabajaba y después, a su casa. Le costó convencerla. Casi la tuvo que forzar a entrar, pero ahora vivía allí con ella. Pasaba los días encerrada en su habitación, hablando en una lengua extraña, llorando la mayor parte del tiempo, sola, o mejor dicho, acompañada de sus fantasmas y de esos gorriones que revoloteaban por encima de su cabeza, sin dejarse atrapar. 

– ¿Soy una niña?, los gorriones me dicen que soy una niña de largas trenzas y mirada triste, pero el espejo está oscuro y no me puedo ver.

– ¿Y por qué lloras, cuando, al amanecer, Venus nos anuncia la luz de un nuevo día?  

– Porque añoro quien fui, aunque no recuerde quien soy. Porque a cada día me importa menos no saberlo y porque la desesperanza es una herida difícil de curar.

Los gorriones de la lámpara revolotearon y uno de ellos, que había permanecido escondido detrás del guardarropa, voló hasta sus manos.  

Aquella noche regresé a su cuarto con un cuaderno, para que los pequeños gorriones, que con tanta facilidad se escapaban, pudiesen anidar en él. La encontré sentada en el suelo, contando las margaritas bordadas en la alfombra.

– Nueve, once, doce… 

– Diez, después del nueve viene el diez. 

– No, diez, no. A la de diez la bomba estalla y yo tengo miedo y grito: Socorro

Le dije que no había estallado ninguna bomba, pero no me creyó. Le dije que no había ningún motivo para gritar, pero ella miró más allá de la pared y tampoco me creyó.

– Han matado a mi muñeca, ¡no has visto que han matado a mi muñeca!

Sin saber cómo consolarla, la abracé y lloramos las dos.

Después, con las lágrimas que fluían de sus ojos, escribió su historia en el cuaderno. Los gorriones de la lámpara se agitaron nuevamente. Uno de ellos salió del grupo y voló hacía el jardín, dejando caer, al pasar, una pluma que ella tomó con cuidado y me entregó. 

– Toma, para ti, yo ya no la necesito.

Tuve un presentimiento. Al pasar por su cuarto no sentí el aleteo de los gorriones y me alarmé. Entré sin llamar y sin hacer ruido. Entonces los vi a los pies de la cama, observándola. Ella parecía tranquila. Ellos, preocupados.

– No te preocupes, me dijo. Mañana me iré, mis papás vendrán a buscarme. Pero, sácame de aquí, por favor. Preciso ver el mar.

– ¿Tus papás? ¿Ver el mar?

Una fuerza invisible empujó su espalda induciéndola a caminar, casi a correr. Dio un traspié y su mano procuró una pared en que apoyarse. Se apoyó en mí, no podía caer. Sólo entonces sentí su fragilidad y le acaricié la mano. Agradecida, me acarició el rostro.

– Gracias mamá, me dijo.

Enseguida y sin mirar para atrás, pisó en el felpudo y, antes de irse, limpió de los pies, las huellas del pasado.

 – ¡Vamos, estamos atrasadas!

Como pude la llevé al coche y partí a toda velocidad. Los gorriones contrariando todas las predicciones, se acomodaron en su regazo y me miraron con unos ojitos repletos de interrogaciones. Pensé que una vuelta a la mazana la calmaría., pero una vez más, me equivoqué. Comenzaba el mes de abril, la primavera se abría paso por entre la arboleda, un grupo de adolescentes jugaba a ser mayor en la plazoleta, una vecina de mirada oscura nos observaba. Un cometa atravesó la noche, la luna nos sonreía y miles de estrellas bordaban el tapiz celeste.    

– ¿Quién eres?, le pregunté, pero ella ya no me respondió.

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